30 octubre 2012
La Castanyera: un conte de terror
Joan Pau Inarejos
Unes faldilles fregaven contra els matolls. Al bosc s’hi respirava una
humitat ofegadora. Jo intentava contenir l’alè al darrere d’un arbre, i desitjava
vivament que la terra m’empassés, o fondre’m tot d’una amb el paisatge. La
vella m’havia intuït i em buscava sigil·losament. La seva flaire de castanya s’endevinava
de lluny. Olor seca, olor torrada i negra.
Aterrit, empès per la curiositat malalta que desperten els grans perills,
em vaig tombar per mirar entre les escletxes. El vent bressolava les branques
dels arbres. No es veia res. La fosca del vespre ho anava engolint tot. Se
sentien tronades remotes. De sobte, una ombra. I una figura caminant
pausadament. El cap tapat amb un mocador, un mantell negre sobre les espatlles.
M’hi vaig fixar bé des del meu amagatall estant. La faldilla li feia campana i les
sabates retrunyien amb el cloc-cloc. Previsible i sinistre com els malsons
recurrents. Sense cap mena de dubte, era ella.
Em vaig esperar per si emprenia en algun moment el seu ball extàtic, i, en
efecte, la vella va començar a girar sobre si mateixa, com una baldufa, inflant
al vent les seves provectes faldilles. Qualsevol persona ja s’hauria marejat,
però ella seguia i seguia amb una resistència sobrenatural, talment com si
estigués posseïda, amb la seva rotació nocturna i solitària. Fins que un
llampec la va fer desaparèixer. Després de la fogonada, efímera i misteriosa,
la vella es va esvair deixant una fumerada sinuosa. Un fum dens i brut, olor
de pellofes seques i torrades.
Potser m’havia descobert i preparava l’assalt final? Neguitós, amb el fred
humit als ossos, em vaig atansar a la zona zero de la inesperada combustió. L'esclafit havia deixat un clot a terra, d’on encara sortia el brogit remorós del fum. Em
vaig ajupir per mirar-m’ho de prop. El clot era ple d’una pila de castanyes
enceses. Uf. Cremaven. Sense sospitar que estava remenant les despulles
incandescents de la vella, en vaig agafar una amb la màniga de l’abric. La
castanya em va retornar una mirada sinistra: diàfana, il·luminada per dins
com una bombeta, tenia un rostre perfectament tallat, a l’estil d’una calavera.
Totes les castanyes lluïen el mateix somriure tètric. Eren vives.
Me’n vaig voler emportar una, i ja la tenia pràcticament a la butxaca,
quan un miol esgarrapat se’m va llançar al damunt i me la va arrabassar. Amb
la coïssor de l’esgarrinxada, la sang a flor de pell, de seguida em vaig adonar
que no havia topat amb una bèstia qualsevol. Envermellit pel fulgor de les
castanyes, un gat deforme em contemplava. Tenia tots els morros espellats,
mitja mandíbula amb els ossos a la vista i les cavitats dels ulls totalment buides. Abans
no vaig tenir temps de reconèixer en aquell gat zombi les dramàtiques faccions
del pobre Marrameu, ja se sentien les passes de la mestressa.
22 octubre 2012
La mística del viaje
Luis Racionero
Fragmentos del artículo ‘La mística del viaje’, en el
suplemento Cultura/s, La Vanguardia, 17/10/2012
“¿Tenemos aún la desaforada manía de
viajar? ¿Será la desazón cósmica, el sabernos río, lo que nos impulsa?”
Si viajáramos a la velocidad de la luz, la masa se haría
infinita y estaríamos, como Dios, en todas partes, y ya no tendríamos que
movernos. El espacio no viaja. Todo lo demás sí: átomos que vibran, virus que
penetran, moléculas que reaccionan, líquidos que fluyen, gases que se evaporan,
planetas que giran, galaxias que huyen hacia los confines del universo. Todo
fluye y sólo lo fugitivo permanece, porque estamos hechos de la materia de los
sueños. Y, siendo así, ¿tenemos aún la desaforada manía de viajar? ¿Será la
desazón cósmica, el sabernos río, lo que nos impulsa?
“Huimos de la fijeza cristalina”
Robert Louis Stevenson, el inolvidable autor de La Isla del
Tesoro, decía que no se viaja para ir a ninguna parte, sino para ir. Somos
presa del segundo principio de la termodinámica, partículas en perpetua
agitación hacia el desorden creciente, huyendo de la fijeza cristalina del
retículo estable y simétrico.
“Los primeros asentamientos estables
fueron los cementerios”
En el paleolítico los hombres recorrían el territorio en una
gira estacional; cambiaba de sitio en función de las variaciones climáticas y
cinegéticas. Los primeros asentamientos estables fueron los cementerios, a los
cuales se volvía para venerar a los ancestros. La mística del viaje es un
lejano atavismo alojado en la pulsión subconsciente y, por lo mismo,
irresistible.
“¿Quién conoce más mundo: el turista
incesante o el portero de noche?”
La fuerza de la vida, renacida en cada primavera, nos invita
al viaje hacia el orden y la belleza, lujo, molicie y voluptuosidad. En el
imprevisto invierno de Capua, todo el prodigioso viaje de Aníbal, sus elefantes
y sus hombres, su genial campaña transalpina, pierde su sentido y se diluye en
impotente inoperancia. Lo importante es precisamente el camino, no la posada, y
aunque la mística del viaje nos promete premios desconocidos una vez que
alcanzamos la meta, el viaje es el camino. ¿Qué es el río: el agua que fluye o
el cauce sobre el cual se desliza? ¿Quién conoce más mundo: el turista
incesante o el portero de noche?
Algunos espíritus preclaros nos dan motivos sensatos: se viaja
para aprender, según Francis Bacon; para frotar y limar nuestro cerebro contra
el de otros, dice Michael de Montaigne; viajar es casi como conversar con gente
de otros siglos, insinúa el filósofo René Descartes; pero no acabamos de
creérnoslo, porque lo que necesita el viajero sólo puede estar dentro de él.
“No corras –dice Juan Ramón Jiménez– que adonde tienes que ir es a ti mismo”.
“…viajes que tienen por fin el reino
del preste Juan, la joya dentro del loto, la isla perdida o la princesa lejana”
(…) Son los viajes del yo a través de sus incontables máscaras,
viajes emocionantes que transforman la personalidad, los que tienen por fin el
reino del preste Juan, la joya dentro del loto, la isla perdida o la princesa
lejana; y todos, al terminar, se encuentran en el lugar donde empezaron. Son
esos misteriosos viajes cíclicos cuyo limpio o intrincado trayecto es el eterno
retorno hacia el centro de uno mismo, movidos por el sagrado narcisismo. Estos
viajes son propios para solitarios, aunque si el aislamiento es excesivo,
pueden acabar en alucinaciones, como las tentaciones de san Antonio, por lo
cual es recomendable un mínimo de compañía y un guía, Orfeo y Eurídice, Dante y
Virgilio, o Mefistófeles y Fausto.
Luis Racionero
Foto: GETTY IMAGES Imagen futurista creada por Mark Stevenson
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Luis Racionero
19 octubre 2012
'Frankenweenie': perreando
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7
Tim Burton perrea: menea de nuevo el rabo pero sigue royendo el mismo
hueso. Después de la infame ‘Alicia’ y la indigesta ‘Sombras tenebrosas’, el simpático homenaje animado a Frankenstein parecía anunciar una vuelta a las
mejores esencias del director de Burbank, a su lenguaje más depurado, perverso
y chalado. ¿Lo consigue? Guau, guau.
Enamorado confeso de los clásicos del terror, esta vez el padre de
Bettlejuice ha metido el hocico en el mito de Mary Shelley, convirtiendo la famosa
Criatura de laboratorio en una mascota peluda y saltarina. El perro Sparky,
alumbrado en blanco y negro e impulsado con técnica del stop-motion, rezuma glamour retro
por los cuatro costados: uno de los encantos de la película, ciertamente, es
que parece de otra época.
Tributo a Frankenstein, a la Universal, al cartoon y al cine mudo. Nada que objetar a los muchos y muy honorables
padrinos de esta fábula animal, nada disneyana en su sentido más algodonero. Reviviscencias,
también, de la década de los 80, cuando se pergeñó el cortometraje original en
el que se basa la historia: esa pandilla de niños temerarios nos recuerda a Los
Goonies, y el festival de bichos invasores evoca el entrañable jolgorio de los
Gremlins.
Esa monstruo-génesis gamberra de
la película, sobre todo en su tramo final (peces fantasma, tortugas-Godzilla,
gatos-murciélago) quizá es lo más grato y lúdico de la historia, una vez que el
simpático Sparky ha agotado sus previsibles andanzas de muerto viviente -flirteo
eléctrico incluído con la perra de enfrente. Con la ayuda de un profesor de
ciencias maravillosamente excéntrico, Tim Burton acaso ha hecho su mejor
película en años. Imperfecta, intermitente y mal acabada, como esas defecaciones reveladoras
que va depositando el relamido gato blanco de la película. Un excremento
exquisito, dirán algunos. Otra cagadita de su genio estreñido, decimos
nosotros.
17 octubre 2012
El huevo
Joan Pau Inarejos
Con el huevo no soy dogmático: si cae bien, me hago un huevo frito; si no,
hago huevos revueltos. El ser humano no debería llegar al fogón con ideas
prefijadas, a no ser que domine a la perfección el arte de romper la cáscara y verter
sobre la sartén la perfecta coalición de la clara y la yema. No hay nada tan
falto de interés como un huevo frito aplastado, asimétrico o deshecho: es la
señal de un fracaso, la prueba incómoda de una obra no consumada. Esos pobres
huevos defectuosos son los mejores candidatos a patito feo en cualquier mesa
hogareña, más aún cuando sus vecinos pueden lucir yemas turgentes y jugosas,
convenientemente embellecidas con el perejil picado. Formas mamarias que
esperan a ser despachurradas con el impulsivo gesto del pedazo de pan… esa
destrucción lúdica y efímera, y no ningún placer gastronómico, debe de ser el secreto
aliciente de estos platillos volantes que gustan de aterrizar entre valles de
beicon o montañas de arroz a la cubana. Así que nunca los abandonéis a su
vitrocerámica suerte. Ellos nunca lo harían.
13 octubre 2012
‘Lo imposible’: inundación de lagrimales
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 6
Había caminos por explorar en esta disaster
movie. Por ejemplo: cómo los ricos occidentales trascienden su isla turística para
llegar a la solidaridad intercultural en brazos de la catástrofe. La hecatombe
que rompe fronteras. Un camino que se insinúa en algún momento: esa bella escena
de las mujeres tailandesas lavando y poniendo ropas nuevas a una convaleciente
Naomi Watts.
Pero la película de Juan Antonio Bayona rápidamente olvida esta vocación y se entrega a la pura
pirotecnia de la destrucción y del dramón más lineal. Familia feliz.
Catástrofe. Separación. ¿Reencuentro? Ahí se reduce el alma narrativa de un
producto que dedica sus esfuerzos a la emulación perfecta de los cánones del
cine comercial norteamericano: Spielberg, como bien se ha dicho. Y también una
factura técnica colosal, que nada tiene que envidiar a los Titanics de turno y que explota soberbiamente las posibilidades
audiovisuales del mar en pleno estallido. Oleajes, estruendos, sensaciones
subjetivas, la furia matérica de troncos y piedras bajo el agua. Esas reminiscencias
oníricas. Esas palmeras cediendo como fichas de dominó.
Como haría cualquier rey midas de Hollwood, Bayona convierte
el tsunami asiático de 2004 en un grandioso reality show, con decorados de lujo, sentido del ritmo y zorrería
sentimental. La insistencia por emocionar a la platea, constantemente subrayada
con la banda sonora y la carta fácil de los niños, acaba resultando irritante y
espanta la verdadera empatía del espectador, esa paloma esquiva. A pesar del
torbellino de sufrimiento y suciedad, y a pesar de un actor adolescente tan
asombroso y volcado como Tom Holland, la película no llega al corazón más que
en algunos instantes y renuncia al más mínimo discurso, a algo que pueda
emerger tras la resaca del oleaje. Bayona consigue ‘Lo imposible’, sí: hacer
una película sobre el tsunami y no mojarse.
Leticia y la alegría
José Antonio Marina
Artículo ‘Alegría’, suplemento ‘Es’, La Vanguardia,
13/10/2012
Entusiasmo exhibe una etimología impresionante: en-theós. Sentirse como si uno estuviera
habitado por un dios. Es una experencia de energía, de vitalidad, de plenitud.
La alegría tiene también esos componentes. Ortega y Gasset creía que esta
palabra derivaba de un término griego que significa “ciervo” y se preguntaba
cómo había podido producirse esta relación. “Quien está alegre, salta, como los
ciervos”, concluyó (…).
Covarrubias, en el primer diccionario de la
lengua castellana, llama la atención sobre un sinónimo culto de la alegría: leticia. Está emparentada con lato, amplio abierto. Y el buen
Covarrubias saca una conclusión de enamorado: “Alegría es apertura del ánimo
para dejar entrar al objeto amado”. Tenía razón, porque lo contrario de esta
expansión del ánimo es la angustia,
la angostura, que experimenta la vida como intransitable.
Henri Bergson (…) situó con precisión la alegría
en el mapa de nuestros afectos: "El placer no es más que un artificio
imaginado por la naturaleza para obtener del ser vivo la conservación de la
vida; no indica la dirección en que la vida está lanzada. Pero la alegría
anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha
conseguido una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal".
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08 octubre 2012
Olé por la 'Blancanieves' torera
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 9,5
Lo mejor de las buenas películas es que van solas. Uno no tiene que
revolverse en la butaca cargando con los defectos del guion, uno no tiene que
rellenar con su benevolencia las lagunas de una historia mal contada o las
fealdades de una obra mal escenificada. Puede parecer paradójico, pero las
películas mediocres nos exigen mucho, mientras que las obras maestras nos
relajan como lo haría un bello y prolijo acuario. Están ahí, están bien hechas. No nos necesitan. Algo parecido barruntaba Kant cuando definió la experiencia estética
como la “pura satisfacción desinteresada”, y lo mismo nos dicen los pensadores
orientales cuando nos invitan a recibir el arte como un dejarse poseer, más que como un ansioso querer consumir.
Además de todo esto, la ‘Blancanieves’ de Pablo Berger rinde un homenaje a
la esencia misma del cine. Lejos de tantas verborreas, de tantas pedanterías y
astracanadas del celuloide celtíbero, el cineasta vasco se ha puesto en
justísima carrera hacia los Oscar con, ahí es nada, una versión muda y en blanco y negro del cuento de los hermanos Grimm. Libérrima versión, velazqueña
con un punto delirante, gozosamente localista y solar, desenfadada y cariñosa
en su viaje a la España de los años 20 y a sus ambientes pueblerinos de toreros y
folclóricas.
Sí: la delicada Blancanieves se enfunda el traje de luces, mientras los enanitos
se convierten en una cuadrilla de toreros circenses y la madrastra se
torna algo así como una diva expresionista, ávida de copar la portada del Lecturas con las facciones niqueladas
de Maribel Verdú. El entero reparto es un monumento al buen casting, desde el matador interpretado por Daniel Giménez Cacho hasta la joven e
intensísima Macarena García, sin olvidar a un pantagruélico Josep Maria Pou o
la misma galería de enanos, puro Velázquez en blanco y negro, donde descuella
el hilarante travesti y ese joven enamoradizo de rostro imberbe. Nada de hobbits
pixelados. Enanos de verdad.
La película camina segura entre la ironía y el homenaje, saca el máximo partido al poder narrativo de la imagen sola
(el showing frente al telling), logra una maravillosa
química entre la imagen muda y la banda sonora -cuajada de poesía flamenca y de
silencios que cortan la respiración-, y esculpe montajes simplemente sobresalientes, como
la escena en la que la madrastra sube por la escalera mientras Blancanieves
juega con su padre en el desván. A la postre, con la chulería del gran arte, Berger se
permite un giro final al canon de los Grimm, como si todo lo antes filmado no
fuera suficiente para pasar a la historia.
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