21 agosto 2012

Los colores últimos de Europa

Por Joan Pau Inarejos

Viaje a Lisboa 14-17 agosto 2012 
Joan Pau, Laura, Miriam, Jose y Sara
lisbon ok

En los accesos al castillo de Sâo Jorge, a una hora indeterminada de la mañana, un agente de Prosegur empuñaba una ramilla. El vigilante, con un salado acento africano, ejercía como guía improvisado de los grupos de turistas que se acercaban, y se valía de su primitiva batuta para señalar en los mapas y lugares destacados. Inglés, francés, español, ningún idioma se le escapaba al pluriempleado y simpático guardián de los dominios medievales, que se desenvolvía con la versatilidad de una navaja suiza bajo un sol de justicia. Parece que sí, que lo de los recortes va en serio.

Hace más de un año que Portugal fue rescatado, y las paredes de Lisboa no son indiferentes a este drama en cámara lenta. “FMI = miseria, revólta-te”, dice una pintada espontánea. Otra, más amarga, se refiere a Portugal como una “fábrica de atrasos de vida”. Y por todas partes florecen llamadas a la greve (huelga), como una inmensa pancarta en el barrio de Belém, que emplaza a combatir “o regime de austeridade”, casualmente bajo un angélico rótulo del Banco Espirito Santo.

A buen seguro Fernando Pessoa hubiera fruncido el ceño ante estas soflamas. Individualista empedernido, pesimista como pocos, encerrado en su micromundo del centro de Lisboa, el poeta no dejó de considerar a los revolucionarios como unos “evadidos”, incapaces de reformarse a sí mismos: “combatir es no ser capaz de combatirse”, zanjó en una de las frases más desoladoras del Livro do Desassossego.

Pessoa tenía mejores palabras para su paisaje. En una de las páginas del Livro se lee: “Amo el Tajo porque hay una gran ciudad en sus orillas”. 
catedral y tajo

Lo podría haber escrito en cualquiera de los muchos miradouros lisboetas, como el de Graça, el Sâo Pedro de Alcântara o especialmente el de Santa Justa, encaramado sobre una formidable torre neogótica de hierro diseñada por un discípulo de Gustave Eiffel. Desde allí puede otearse la lejana catedral, que se recorta frente al mar con sus robustos campanarios pardos. Alrededor, una miríada de tejados rojos y fachadas blancas se apelotona hacia la costa, como empujándose. “No existen para mí flores como, a la luz del sol, el variadísimo colorido de Lisboa”. Grandes plazas abiertas bajo nuestros pies y el castillo de San Jorge siempre contemplándolos desde lo alto.

Los amantes de las planicies deben abandonar toda esperanza en Lisboa, porque esta es una ciudad de elevadores y pendientes. Un tranvía parsimonioso nos espera cada cuarto de hora para subir al empinado Bairro Alto (barrio alto), y, con un poco de paciencia, también puede recorrerse a pie la cuesta de la Calçada da Gloria para descubrir, por ejemplo, un pequeño paraíso grafitero donde se alza un árbol vestido, con un traje de lana multicolor a la perfecta medida de su tronco (esperemos que no sea muy efímero este original icono okupa). Con sus altibajos, calles empedradas e imposibles adoquinados, el urbanismo de esta ciudad parece una gran conspiración contra los cochecitos, la tercera edad y las movilidades frágiles en general. Más aún en los días en que la lluvia abrillanta el suelo y da comienzo la ceremonia de las caídas y resbalones. Eso sí: qué bellos se ven los negros mosaicos del pavimento cuando se contemplan desde las alturas. Por qué lo hermoso será siempre tan poco práctico.

hermandad iberoamericana
Y en estas ya habíamos llegado al Bairro Alto, cautivador manojo de callejuelas que se antojan una pequeña aldea incrustada en medio de la gran ciudad. En el albuergue, una joven recepcionista con melena y gafas a lo Rosa León ensayaba su delicado castellano sibilante para hacernos saber que se había convocado una huelga de transportes para el día siguiente: “Mas no habrá problema para ir a Belém, no lo creo”. En la calle, un racimo de banderas exaltaba la hermandad iberoamericana –Brasil-Portugal-España- en plena comunión turística del low cost, mientras la publicidad buscaba con menos suerte sus iconos veraniegos, como esos carteles que reunían a una rubia en bikini y una cerveza Sagres con el glorioso eslógan “Somos frescas”. Consta que la división feminista de Twitter ya ha protestado.

Con Sagres o sin ella, la cerveza riega profusamente las noches veraniegas en este barrio alto donde propios y extraños hormiguean por su viejo trazado cuando el sol deja de atosigar. Si se quiere optar por un brebaje autóctono, uno puede mojarse los labios con la ginjinha, licor de cerezas de rancia dulzura y potente regusto, mientras va sorteando la variopinta yincana de traficantes de sustancias diversas. Algunos parece que vayan estornudando: hachís, hachís.

Al amanecer, ya se levantan en Lisboa sus fragancias locales. Olor a sal, a puerto, a salitre, y el embriagador perfume de sardina asada que exhala un restaurante cualquiera al doblar la esquina. Poca broma con la reina del Omega 3, porque este pescado se ha convertido en todo un icono reivindicativo de la ciudad, y, para muestra, esa fachada del casco antiguo, recubierta de formas de peces multicolores, con un contundente lema proteccionista: “A sardinha é nossa!”.
augusta
Ya estamos en A Baixa, el barrio bajo y centro histórico de Lisboa que fue reconstruído tras el traumático terremoto de 1755, estimado en 9 grados en la escala de Richter. Junto a la Virgen de Fátima, el gallo coloreado, los azulejos y Cristiano Ronaldo, el seísmo del Setecientos sigue siendo, latente y doloroso, uno de los símbolos insoslayables del país. La tragedia lisboeta puso a todo el continente frente a Dios, y desató el amargo agnosticismo de Voltaire. Hoy, el perfecto trazado geométrico del marqués de Pombal apenas permite imaginar aquellas olas gigantescas penetrando entre las ruinas.

Por las calles rectilíneas de A Baixa llegamos hasta la Rua dos Douradores
hogar del poeta
Despachos de abogados, cafeterías, oficinas de correos y centros auditivos pueblan hoy el que fuera el modesto escenario literario del Livro do Desassosego. Desde esta calle contemplaba el mundo Bernardo Soares, el álter ego de Pessoa, que amaba secretamente su vulgar rutina de contable, por cuanto le permitía tener el espíritu libre y abstraerse: “Disfru­to del cielo porque lo veo desde un cuarto piso de una ca­lle de la Baixa”. Fantaseaba con ser el “César de la manzana” y proseguía: “Puedo imaginarlo todo porque no soy nada (…). El ayudante de contabilidad puede soñarse emperador romano", mientras que "el Rey de Inglaterra está privado de ser, en sueños, otro rey distinto del rey que es. Su realidad no le deja sentir”.

A tres manzanas del hogar pessoano se extiende la Rua Augusta, arteria principal del centro histórico de Lisboa rematada por el célebre arco neoclásico en memoria de los descubridores portugueses. La vía peatonal era aquel día un constante tráfago de gentes, ciclistas, virtuosos del hip-hop o bellas estatuas humanas sentadas frente al horizonte fluvial.

justicia
ciega
Tras el arco monumental se desplegó ante nosotros la Praça do Comércio, grandioso espacio porticado cuyas paredes amarillas están literalmente asomadas al mar. Al Mar de la Paja, por supuesto, el estuario donde el Tajo concluye su largo periplo desde la aragonesa Sierra de Albarracín hasta estas aguas atlánticas en las que la jota hispánica, tan sonora y torera, se endulza en el Tejo portugués.

Río y mar, dulce y salado, confluyen en esta vasta plaza melancólica que hubiera hecho las delicias de Giorgio de Chirico y todos los pintores del paisajismo surrealista. Las dos columnas blancas del muelle, como peones gigantescos de un tablero de ajedrez, enmarcaban el horizonte azul y resistían el intenso viento. En lontananza, el gran puente 25 de abril, como un rojizo espejismo, y los brazos abiertos del Cristo Rey. Pessoa: “Yo me pierdo sin alegría, no como el río en la desembocadura para la que nació desconocido, sino como el lago formado en la playa por la marea alta y cuya agua nunca más regresa al mar”.

peones
Otra silueta imponente de Lisboa nos aguarda lejos del muelle, en el legendario barrio de Alfama. Habiendo recorrido la Feira da Ladra, el mercadillo con nombre de ladrona, se dibujó, como una aparición, la enorme cúpula del Panteón de Santa Engracia. La mole blanca tiene toda la grandeza y perfección del barroco romano y puede disparar peligrosamente el síndrome de Stendhal: quedarse embombado ante la belleza y no querer irse jamás, así se pierda un avión.

Pero no debemos entretenernos, ya que urge hacer como los antiguos pastores: coger nuestros aperos y marchar hacia Belém.
en el monasterio
A pocos kilómetros al oeste de Lisboa, el barrio monumental de Belém sigue fascinando a las legiones de visitantes. Se entiende al contemplar el Mosteiro dos Jerónimos (monasterio de los Jerónimos), una formidable ópera de piedra que pasa por ser la apoteosis del llamado estilo manuelino, exuberante transición del gótico al renacimiento de estricto pedigrí portugués. Inspirados por los descubrimientos oceánicos, los artistas manuelinos del Quinientos cincelaron en el claustro de los Jerónimos una portentosa filigrana, donde la piedra se retuerce y se horada en forma de corales, anclas, conchas, conos espirales, cabos retorcidos, columnas arbóreas o la omnipresente esfera del astrolabio. Cualquiera diría que aquella nación descubridora, que se puso el Atlántico por montera, es hoy una provincia periférica intervenida a golpe de pito.

Épica y saudade, nostalgia imperial y tristeza, parecen convivir en las orillas lisboetas: entornando la vista, la Torre de Belém bien podría parecer un antiguo navío varado en la playa: una vieja gloria amarrada. 
arribando a lisboa
Con el golpeteo de las olas como permanente banda sonora, los turistas se apiñaban para visitar esta espectacular fortificación de piedra, con cuerdas esculpidas, almenas en forma de escudos y redondeados pináculos apuntando al cielo. Cargueros y veleros esporádicos iban y venían frente a la torre manuelina, mientras un hombre, guía en mano, instruía a la prole infantil sobre las influencias arabizantes del edificio. Una hermosa maternidad de piedra, la Virgem do Restelo, contemplaba cómo los piratas del siglo XXI asaltaban la torre con sus flashes y se pirraban por emprender la claustrofóbica subida al mirador de la torre, escalera de caracol mediante. Quizá era mejor bajar a los peldaños de la playa y reposar los pies en este casi-Atlántico, donde una niña vestida de azul, ajena a todo, se dedicaba a recoger conchas.

Y aún nos faltaba un confín por conquistar: el Cabo da Roca.
saudade
cabo da roca sur
Para llegar al punto más occidental de todo el continente europeo hay que marearse con creces. El autobús de Sintra nos sacó en procesión por un Viacrucis de curvas hasta divisar el esperado linde geográfico del Cabo da Roca. Vale la pena. Desde lo alto de los acantilados se diría que todo el mar es espuma, y no se puede evitar cierto escalofrío al sentir los lejanos rompientes bajo nuestros pies, recibiendo las violentas embestidas del oleaje. La solemne belleza de estas costas escarpadas invita a fabular en el más allá: en un onírico avistamiento de la Estatua de la Libertad o de cualquier silueta que traiga al ánimo las promesas de prosperidad o las aventuras allende los océanos, donde se suponía que terminaba el mundo.

Diario de viaje a LISBOA 14-17 agosto 2012 



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