31 agosto 2012
‘Prometheus’: quien mucho promete…
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 6
Spielberg intentó resucitar a E.T. y ahora Ridley Scott quiere hacer lo
propio con Alien. Nada nuevo bajo la Estación Espacial Internacional. El
problema es que las dos criaturas ya no están para demasiados trotes, y mucho
menos para rediseños digitales a lo bestia. A ‘Super 8’ (2011) se le notaba
demasiado la nostalgia ochentera respecto a Elliott y compañía, y ‘Prometheus’, la presunta precuela de las andanzas de la teniente Ripley y su viscosa mascota,
sencillamente es un objeto fílmico no identificado (OFNI).
Hay que agarrarse bien el cinturón y tener a punto la biodramina, porque
el capitán Ridley Scott nos prepara un vuelo lleno de turbulencias y sin la
ruta (ay) demasiado clara. El despegue ya es, como mínimo, atropellado: empezamos
con un McGuffin arqueológico –pretexto de la aventura: encontrar una misteriosa
galaxia representada en cuevas prehistóricas-, proseguimos con una expedición
de astronautas para encontrar el origen de la especie humana, lo trenzamos con
el drama de una científica cristiana traumatizada por la muerte de su padre
(Noomi Rapace) y, no sabemos cómo, nos plantamos en un thriller de terror
ambientado en un planeta ignoto. Nada por aquí, nada por allá, donde está la
bolita.
Al director de ‘Blade runner’ nadie le podrá negar su tremenda pericia
visual, ni su magistral dominio del suspense para componer escenas localmente intensas, como diría un meteorólogo: imposible no
recordar el momento del parto en la urna de cristal, escalofriante y
antológico, o el ataque de los gusanos-serpientes en la gruta extraterrestre,
cuya humedad ambiental podemos sentir hasta los tuétanos. Pero tanto delirio
operístico, tanta expectativa argumental, tanta pirotecnia digital a lo Avatar,
acaba por ahogar la historia y desdibujar completamente la galería de
personajes, de nulo interés pese a una villana tan prometedora como Charlize
Theron. En cuanto a la empanada religión-darwinismo-alienígenas-etcétera,
ellos se la guisan, ellos se la comen.
Estamos lejos de la simplicidad aterradora de ‘Alien’, y todavía más lejos
de la mejor ciencia-ficción contemporánea, la que ha optimizado la originalidad
minimizando los costes, y léanse aquí títulos como ‘District 9’ (alegoría del apartheid con marcianos), ‘Wall-E’
(vuelta de tuerca a los autómatas en clave animada), ‘Chronicle’ (adolescentes colocados de cryptonita) o la
maravillosa ‘Moon’ (crisis de identidad de un rutinario vigilante en una
estación lunar). En la muy espectacular ‘Prometheus’ se echa en falta una idea-fuerza, o algún
personaje que verdaderamente nos cautive, más allá del fantástico androide
interpretado por Michael Fassbender. Cuando lo mejor del reparto es un robot,
Houston, tenemos un problema.
29 agosto 2012
elogio de la minúscula
m
josé antonio marina
(…) Me pareció que la segunda mitad del siglo veinte había elegido el
ingenio como forma de vida. Entre otras cosas porque había sufrido dos guerras
mundiales y espantosas revoluciones provocadas por hombres terribles que
siempre pronunciaban palabras con mayúscula: Revolución, Raza, Nación,
Justicia, Proletariado, Imperio, Führer, Caudillo. El ingenio pretendió hacer
la revolución de las minúsculas. ¡Las mayúsculas conducen al crimen! Los
dictadores siempre han sido implacables con los humoristas (…).
Suplemento ‘Es’, ‘La
Vanguardia’, 13 julio 2012
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José Antonio Marina,
lenguaje
Perfecto peninsular
Gabriel Magalhâes
“Perfecto no es un verdadero
castellano, ni un verdadero mallorquín, ni un verdadero portugués, sino esa
cosa maravillosamente falsa que es un europeo culto”
Entre España y Portugal existe una bendita tierra de nadie, en la que
parece que no pasa nada y al mismo tiempo están ocurriendo muchas cosas. Vistas
de lejos, las relaciones entre los dos países son un hecho sonámbulo: el mutuo
ignorarse de dos pasajeros en el metro, dos tipos muy de perfil que no se
conocen de ninguna parte (…). La obsesión por la identidad nacional suele
borrar la memoria de la relación peninsular (…). Un país es un sistema de
olvidos que pretende salvar, únicamente, su propio recuerdo. No obstante, yo no
querría que se evaporara la huella de uno de los insignes personajes que han
estudiado –y también animado- este diálogo peninsular: Perfecto Cuadrado,
profesor de la Unversitat de les Illes Balears (…). Y los hombres bisagra hacen
falta, en un tiempo en el que cada europeo siente la tentación de regresar a su
caverna. Resulta algo extraño que se haya tumbado el muro de Berlín para
reconstruir una muralla entre el norte y el sur: después de la cortina de
acero, regresan los visillos pueblerinos de la mutua desconfianza. Perfecto no
es un verdadero castellano, ni un verdadero mallorquín, ni un verdadero
portugués, sino esa cosa maravillosamente falsa que es un europeo culto. Y el
pegamento de Europa, en el futuro, tendrá que ser cultural.
‘La Vanguardia’, 29
agosto 2012 Artículo 'Perfecto peninsular'
Foto: UIB.es
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política
27 agosto 2012
'El legado de Bourne': no añoramos a Matt Damon
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7
Jason Bourne ha muerto: viva Aaaron Cross. O lo que es lo mismo, una década después, la saga apenas
se resiente de la ausencia de Matt Damon y consigue mantener toda la tersura de
las entregas anteriores con el nuevo protagonista interpretado por Jeremy
Renner. Felizmente para los beneficiarios económicos de la franquicia, aquí no
había ninguna estrella super-absorbente, sino un concepto ameno y eficaz: el
aparato de la CIA a la caza de un agente díscolo, guion de espías en gozosa
promiscuidad con el cine de acción más trepidante. James Bond + Misión
Imposible, con el necesario toque conspiranoico y existencial para acercar la
fórmula al Zeitgeist (espíritu de la
época), el modo antiguo y trascendente de referirse al Trending Topic.
Todo esto viene a cuento de la cuarta entrega de la saga Bourne, basada en
las novelas de Robert Ludlum y esta vez sin aquel agente con crisis de
identidad que despertaba en alta mar (Damon). Ahora el protagonista ya no es un
amnésico, sino un drogadicto (Renner), un mercenario del estado cuya supervivencia
física y psíquica depende de unos misteriosos estuches con pastillas coloreadas.
El atípico héroe de ‘En tierra hostil’ (2008) deja la guerra iraquí por los
entresijos de la inteligencia americana y sus dobles y triples juegos,
comandados aquí por un mefistofélico Edward Norton.
En su huída del estado mayor de la CIA, el agente rebelde unirá sus
fuerzas con una bióloga al borde de un ataque de nervios (brillante Rachel
Weisz), obligada a cambiar de bando tras comprobar cómo se las gastan sus jefes
cuando se ponen a cortar cabezas. El action
man y su partenaire científica,
como en su día Matt Damon y su novia, vuelven a ser perfectas perchas para las infartantes
persecuciones y las escenas cargadas de suspense en inquietantes escenarios
interiores, todo un dispositivo para la pura distracción. Para pasárselo teta, que al final -por mucho que se empeñen esnobs
y cansinos-, es de lo que se trata en este negociado.
26 agosto 2012
'Brave': com Pixar fora de test
per JOAN PAU INAREJOS
Nota: 4
Havia de passar. Tard o d’hora hi hauria una pel·lícula de la Pixar que no
ens emocionaria com ‘Wall-E’, ni ens electritzaria com ‘Els increïbles’, ni ens
sorprendria com ‘Toy story’. Els ho perdonem perquè són ells, però que quedi
clar: ‘Brave’ és un pas enrere com una casa de pagès.
D’entrada, cal considerar un retrocés el sol fet de tornar als mons
monàrquics i pseudomedievals de la Disney, que crèiem adormits dins dels
baguls. Les recents ‘Embolicats’ i ‘Tiana i el gripau’, amb més o menys encert,
ja apuntaven que hi havia una nostàlgia latent de tot allò, i que la Pixar no
ha aconseguit vèncer el seu pols generacional amb la factoria del ratolí, a la
qual ha acabat absorbida. Hi ha soroll de sabres als quarters generals de l’animació,
un anhel restauracionista després de la dècada prodigiosa de Buzz Ligthyear i companyia.
En aquest cas, es tractava de fer l’enèssim gir –trencador?- als arquetips
dels contes de fades, traslladant l’acció a un reialme de l’Escòcia feudal on
una jove princesa desafia les normes successòries (res que no haguéssim vist a ‘Aladdin’
o ‘La sireneta’). Molt de cabell rinxolat, molta retòrica juvenil i feminista,
molt i agraït desplegament visual, i ni una engruna d’emoció, cap rastre de
personalitat, res que quedi gravat a la memòria. Costa d’escriure-ho, però, per
una vegada, la DreamWorks ha anat per davant de la Pixar, amb la recent i magnífica
‘Com entrenar el teu drac’.
La fantasia freudiana d’una mare convertida en bèstia i una bruixa
entranyablement llefiscosa –no donéssim més detalls- són possiblement les notes més interessants d’aquest revival
medieval, on, certament, han aconseguit obviar la figura del príncep, que
semblava intocable. Però amb això no n’hi ha prou: tota la família reial de la Disney ha
de passar per la guillotina, i els afectes al règim han de
comprendre d’una vegada per totes que la monarquia no es pot reformar, només es
pot abolir: fins a l’infinit i més enllà.
'El irlandés': licencia para escaquearse
pOr JOAN PAU INAREJOS
Nota: 9
Si el policía cazurro de Los Simpson viviera un en pueblo de la Irlanda
profunda, sería algo parecido al protagonista de esta comedia sobresaliente. Sardónico
y parco en palabras, el gran Brendan Gleeson se pone en la piel de este agente
local cuya personalidad queda perfectamente definida en los primeros dos
minutos de la película, donde se evidencia su inenarrable dejación de
responsabilidades.
En el camino de este Torrente gaélico –harto más ingenioso que su
equivalente marbellí- se cruzará un agente del FBI resuelto y profesional, con
aires de Barack Obama (Don Cheadle). La extraña pareja deberá capturar a una
importante banda de narcotraficantes, antológica cuadrilla de villanos encabezados
por unos soberbios Mark Strong y Liam Cunningham. El berenjenal está servido, y
los diálogos hilarantes también.
Cuajada de mala leche, guiños autóctonos y raudales de humor negro,
estamos ante la nueva perla made in
McDonagh. Si Martin McDonagh nos regaló la estupenda ‘Escondidos en Brujas’, delirante
thriller sobre unos facinerosos de tres al cuarto obligados a hacer turismo en
su refugio belga, esta vez es su hermano, John Michael McDonagh, quien prosigue
la estela familiar con esta comedia policial que recoge y quizá supera aquella
fórmula magistral que, por buscar algún referente, se podría definir como un
cruce genial y absolutamente novedoso entre los mundos de Monty Phyton y Quentin Tarantino.
‘El irlandés’ no defraudará a los amantes del buen cine, más aún a los que
se pirren por un buen cóctel de thriller, comedia, cine negro, spaghetti western e incluso un implícito
subsuelo dramático y sentimental. Tan amargo y refrescante como el mejor trago
de Guiness.
24 agosto 2012
Ancha es Castilla
Por Joan
Pau Inarejos
Diario de viaje 4-11 agosto de 2012
La Mancha-Extremadura-Castilla y León-Aragón
Joan Pau Inarejos y Laura Solís
Cuando cuentas que vas a viajar al interior de España en pleno agosto, tu
interlocutor hace una mueca de incredulidad. ¿Con este calor? Las enormidades
pardas de la meseta y esa idea de un vasto secarral sin sombra casan más bien poco
con la utopía refrescante que se espera de las vacaciones. Pero quién se
acuerda de las piscinas cuando llega, por ejemplo, a Cuenca.
Día 4. Cuenca
La antigua Qūnkatu tiene su
propia alfombra roja. O mejor dicho, amarilla: decenas de campos de girasoles
nos escortaron antes de llegar a esta ciudad que arrastra una injusta
reputación en el vocabulario sexual (algún gracioso se pregunta en Internet si
lo de “mirando para Cuenca” será por lo de las “cosas colgadas”). En la calle Ramón y Cajal, donde estábamos
alojados, asomaba ya la Torre de Mangana, fortificación árabe que anunciaba la
silueta de la ciudad antigua. Pocas almas por la calle, apenas una original
pintada desafiando el ambiente de tranquilidad de la urbe castellana: “¿La Paz?
La Paz está en Bolivia. Aquí, guerra social”.
Y ahí estaba la ciudad vieja, montada sobre un cerro rocoso entre el río
Júcar y su afluente Huécar cual todo un mundo de piedra, pardo y amarillento.
Pocas ciudades se mimetizan tanto con su paisaje como esta camaleónica Cuenca donde
las altas casas parecen brotar del lecho mineral. Al emprender la subida nos
esperaba un manojo de recovecos y callejuelas empinadas, con rincones
misteriosos como el llamado Cristo del pasadizo, donde se zanjó una trágica historia de amor según reza una
leyenda local. Y tras los recodos y laberínticos pasadizos, llegó la plaza
mayor.
Quizá estamos ante una de las plazas más bellas del solar ibérico. La
catedral gótica y la fachada barroca del ayuntamiento de Cuenca presiden una
retahíla de casas de colores a lo largo de un dilatado y cautivador arco iris
rectangular, cuya aparición borra completamente el cansancio de haber subido
hasta allí. Más difícil era olvidar el calor: un termómetro marcaba los 38
grados frente a un cartel gigante de corridas de toros. El matador José Padilla,
con su inquietante parche en el ojo, parecía dispuesto a jugarse el otro.
Delirios de la canícula.
Vertiginosos, absténganse de cruzar el puente de San Pablo: el mirador
privilegiado de las casas colgadas se eleva más de 40 metros sobre la hoz del río
Huécar y desaconseja vivamente mirar abajo. Una madre vasca reprendía a sus
hijos, que se habían puesto a saltar y a bailar sobre la estructura de madera y
hierro, para sobresalto de los aprensivos. Con vértigo o sin él, desde allí se
obtiene la mejor vista de estas insólitas edificaciones, de almenos 500 años de
antigüedad y mal llamadas “colgantes”, quizá por el recuerdo mítico de los
Jardines Colgantes de Babilonia. Sin duda nos quedamos con el apelativo de
Casas Voladas, que resulta más poético y no se hubiera prestado a confusiones. Tal
es la celebridad local de estas construcciones esculpidas sobre la roca, que
incluso figuran como reclamo publicitario en una óptica de cuyo nombre no
quiero acordarme, donde se coteja una imagen desvaída de las casas colgadas
con otra mucho más nítida, todo lo cual para comprobar el efecto milagroso del
cristal polarizado.
Sobre una elevación del terreno, al otro lado de las casas colgadas, nos
contemplaba el convento de San Pablo. El robusto templo de la orden de los
dominicos exhibía su cautivadora fachada barroca-rococó, con sus extrañas
líneas escalonadas desafiando el paisaje. Otra construcción singular nos lleva
hasta la calle de San Pedro, donde se conservan las ruinas de la antigua
iglesia de San Pantaleón. El edificio, desprovisto de cubierta y erigido sobre
una necrópolis, hoy es una terraza de bar, insólito reciclaje que debe fascinar
a los buscadores de esnobismos varios. Tomad y bebed de mi mojito.
Día 5. Toledo
Grandes extensiones deshabitadas nos condujeron hasta Toledo, cuyo perfil
tremendista inmortalizó El Greco en su genial vista de la ciudad. La aguja de
la catedral, espinosa e inquisitorial, se alzaba sobre un mar de nubes blancas,
cerca de las cuatro torres del Alcázar. Otras urbes son alegres o saltarinas,
pero la estampa toledana evoca inevitablemente el sentimiento trágico de la
vida de Unamuno, por mucho que la prosa turística resalte una y otra vez su
antigua condición de ciudad multicultural, de hogar tolerante de las tres
religiones monoteístas.
Siglos después, sólo ha quedado una religión de masas: el fútbol.
“Orgulloso aficionado de la Roja”, proclamaban unas rojigualdas con el logotipo
de Cruzcampo en la bulliciosa plaza Zocodover. Cerca, el establecimiento de
Artesanías Medina funcionaba a todo gas como photocall permanente, con los niños haciendo cola para disfrazarse
de toreros al lado de un gran morlaco, afortunadamente falso. Un guardia civil
paseaba su tricornio y parecía muy apresurado buscando algo; minutos después se
dejaba ver con una bolsa de McDonald’s. Big Mac en hora de servicio.
Para admirar Toledo como es debido, el visitante no puede dejar de
recorrer la ristra de ábsides mudéjares, con sus hermosas tracerías en el
ladrillo, o la pequeña y cautivadora mezquita del Cristo de la Luz,
discretamente apartada del carril turista. O el fastuoso Entierro del conde de Orgaz de El Greco, que unió el cielo y la
tierra con una constelación de rostros pálidos. Tanto trote por una ciudad de
altibajos reclamaba un alto urgente, así que entramos en un bar para
sumergirnos en el bálsamo de la Coca-Cola y en las delicias locales de la
cerveza Domus (altamente recomendable). Por cierto, ¿quién dijo que los lavabos
no pueden ser creativos? Sobre un urinario se podía leer: “Caballeros,
practiquen el juego limpio; no manchemos nuestra imagen”. Un hurra por el humor
manchego.
Días 6-7: Infantes-Torre
de Juan Abad-Valdepeñas-Almagro
En las cercanías de La Torre de Juan Abad (Ciudad Real) el paisaje es
árido y rojizo. Apenas unos cuantos montículos rocosos y ciertas ruinas
esporádicas de castillos rompen estos parajes de un rojo intenso, casi
marciano. El ambiente perfecto para que, en una noche cualquiera de hace 70
años, unos cuantos chavales llevados por el miedo fabulasen con la aparición de
La Encantá, una doncella embrujada
que gustaba de pasearse entre la oscuridad. Entre esos chicos estaban mis
abuelos paternos, y hoy, 6 de agosto de 2012, he ido a visitar el lugar de sus
leyendas y de sus raíces.
Un Cristo velazqueño, pintado en una esquina, nos dio la bienvenida a esta
aldea manchega a la que debo mi apellido. Mi abuela Cari falleció hace dos años
y recibo con extraña emoción el perfume de los quesos, embutidos y mantecaos que antaño llegaban a
borbotones a mi casa. El tío Pedro nos recibe en su hogar de la calle Galdós.
Apenas me recuerda –han pasado trece años desde la última vez-, pero sabe que
soy uno de los muchos nietos catalanes de su añorada hermana. Alrededor de la
mesa, él y la tía Benita nos abren la caja de los recuerdos: el negocio de la
carpintería, los avatares de la emigración, la dispersión familiar, la guerra
siempre presente. Aquella matanza en el Castellar. Las colas para comer en la
plaza del Parador, frente a la estatua de bronce de Quevedo. Mi abuela solía
pasear el orgullo de que el poeta del Siglo de Oro hubiera muerto en su pueblo,
a pesar de que las biografías sitúan el final de su vida en Villanueva de los
Infantes.
Quevedo no es el único icono disputado por estos lares. En la misma
Villanueva de los Infantes, una placa reivindica aquel enclave como ‘El’ lugar de la Mancha, el lugar por
antonomasia, sacando tajada de la ambigüedad de Cervantes cuando escribió la famosa
introducción del Quijote. En la plaza mayor de Infantes, un perro dormitaba
bajo Sancho Panza, aprovechando la bendita sombra de las estatuas que jalonan este
hermoso cuadrilátero porticado de tonos rojizos. Una de esas plazas que tanto
se añora en la recatada Catalunya y que el escritor Gabriel Magalhâes elige
como símbolo del orgullo local hispánico (el equivalente portugués sería el ventanuco).
De cuño similar son las plazas de Valdepeñas y Almagro. La primera,
azulada e irregular, apuraba aquel día sus fiestas medievales, con aves rapaces
y serpientes convocando a corros de curiosos. La segunda, verde y alargada,
cobija entre sus soportales el archifamoso Corral de Comedias, teatro de madera
Siglo de Oro que ofrece un decorado insuperable si nos animásemos a hacer
nuestro Cervantes in love.
Diario de viaje por España 4-11 agosto
de 2012
Ciudad Real
La recepcionista nos contaba que, “ayer mismo”, se había hospedado allí un
fotógrafo de Google Maps. “Vino con su carrito y demás”. Al parecer, el moderno
geógrafo había elegido para cenar la Casa
del bocadillo, un rápido tentempié para proseguir con sus laboriosos
registros tridimensionales. La pizpireta trabajadora del hotel se sinceraba: “A
ver, Ciudad Real no tiene demasiada cosa… pero tiene mucha historia y la fundó
Alfonso X”. En efecto, el monarca medieval preside el lugar más emblemático de
la urbe, la plaza mayor donde se alza el sorprendente ayuntamiento de 1976,
fantasía neogótica de pináculos plateados y cierto aire de ciencia-ficción que
le costó unas cuantas polémicas al arquitecto madrileño Fernando Higueras. Tal
vez el armatoste hubiera encendido los ánimos del Quijote, que también revive
por allí en una plaza vecina, enfrentándose a los bloques de viviendas cual
novísimos gigantes de hormigón. Sancho, “voy a entrar con ellos en fiera y
desigual batalla”.
Día 8: Mérida-Cáceres-Plasencia
Tres horas largas y montuosas nos llevaron hacia tierras extremeñas, allí
donde los mapas térmicos marcan un rojo más intenso. En estos dominios tórridos,
más o menos cuando Astérix y compañía se atrincheraban en las Galias, los
romanos establecieron la capital de la provincia de Lusitania: Emerita Augusta.
El recorrido por las ruinas romanas a 40 grados se recuerda como una
odisea. Es una de las virtudes del calor: graba a fuego imágenes y experiencias
que, de otro modo, pudieran parecer anodinas o incluso no vividas. Otro ritual
veraniego que jamás falta a la cita: los niños pesados y las madres al borde de
un ataque de nervios. Javier, bájate de las gradas. Daniel, que te van a llamar
la atención. Es la última vez que te lo digo. Y tú, Manolo, no les dices nada. Claro,
yo soy la mala. A mí no me volvéis a dar un día como este. Que te he dicho que
te bajes. A la de una. Y entonces, el eventual cachete, el silencio tenso y el
estallido del llanto que se va alejando lentamente.
Se agradecen sobremanera las sombras que proyecta el imperio romano en
pleno agosto. Cobijarse a los pies del imponente Teatro Romano, o de un
monumento menos conocido y harto embelesador, cual es el llamado Templo de Diana.
En la calle de Santa Catalina, sobre un alto podio de más de 3 metros, se alza
este ejército de columnas corintias rematadas por un fragmento de frontispicio.
El templo, dedicado en realidad al culto imperial, se pudo conservar
notablemente gracias a un palacio renacentista erigido en su interior y hoy es
una de las sorpresas más bellas de la inveterada capital lusitana.
Cerca del puente romano, la Loba Capitolina de Mérida se encontraba en
prosaica reparación. Un operario asomaba entre Rómulo y Remo para poner a punto
un foco averiado. La de avatares que habrán visto pasar las ubres de este
animal legendario. Tampoco parecía muy atosigada una tortuga que, bajo el ajetreo
del puente, surcaba las aguas del Guadiana a su ritmo arqueológico.
El bochorno no apagaba los ánimos de la crisis. “Piedra gana tijera”,
decía un ingenioso cartel del Partido Comunista, oponiendo el puño del pueblo a
la doble cuchilla PP-PSOE. “Aquí manda el pueblo”: lo proclamaba en otro lado una
Libertad de Delacroix, tuneada en blanco y negro, ilustrando una convocatoria
de manifestación en las calles emeritenses. Por debajo asomaba otro cartel: “Incitatus,
el caballo que gobernó Roma”, anunciando un espectáculo ecuestre sobre el
corcel predilecto de Calígula. El antiguo imperio y los nuevos Espartacos.
En la televisión, las crónicas basculaban entre el suspense hitchcockiano
del rescate, la gala de la jet-set en Marbella y los juegos londinenses, más
lejanos y confortantes con sus himnos ecuménicos oxigenando los sofocantes
bares ibéricos. En Cáceres, entre cortado y carajillo, se seguían los avatares
del piragüismo; Pau Gasol anotaba en Plasencia; en los bares de Salamanca, las
saltadoras de pértiga exhibían su pericia e iban cayendo sobre el colchón
violeta. Una rusa circunspecta, una alemana de pelo rosa, una sueca de cabellos
trenzados. Y el feminismo deportivo entronizando merecidamente a Mireia
Belmonte, la sirena de plata.
Cáceres y Plasencia
La gigantesca plaza blanca de Cáceres no parece anunciar nada. Sin
embargo, toda una sorpresa se esconde tras la puerta de la Estrella, que da
entrada a su nutrido casco antiguo. Un inesperado bosque de torres asombra al
visitante desprevenido, que aquel día podía optar por subir al campanario de la
catedral para contemplar toda la magnificencia del skyline cacereño. Tras un consejo inquietante del anciano que
custodiaba la puerta –“Vigilen al pisar las tumbas”-, pudimos acceder al
privilegiado mirador donde se podían divisar las iglesias de San Francisco Javier –blanca y de aires portugueses-, la de San Mateo –cual castillo lejano-
o las numerosas torres defensivas de época medieval. Más silencioso y apartado,
el aljibe árabe (cisterna) es una de las perlas escondidas de Cáceres, con sus
arcos de herradura enmarcando este húmedo espacio subterráneo que se antojaría
una mezquita inundada.
A unos 80 kilómetros de Cáceres nos aguarda la llamada Perla del Jerte, la
ciudad de Plasencia bañada por dicho río. Ciudad de deleite o de placer, según
su peculiar etimología, derivada del lema medieval “Ut placeat Deo et homnibus”
(Para que plazca a Dios y a los hombres). Su impresionante catedral se anuncia
ya en lontananza, con sus irregulares pináculos y torrecillas de aspecto
inacabado; al llegar podremos gozar de su abracadabrante fachada principal, un
inmenso retablo de piedra imposible de escanear en la retina. La catedral vieja
y la nueva se solapan en una curiosa solución arquitectónica. Y para mi
colección de horrores, la imagen esculpida de una dama con sombrero en forma de
concha y un inquietante desgarrón en ojos y nariz. Con un buen filtro en blanco
y negro asusta lo suyo.
Diario de viaje por España 4-11 agosto
de 2012
Día 9:
Salamanca-Zamora-Valladolid
Empieza un gran día. Lo dice la televisión, con la voz de un locutor que
anuncia una jornada clave para el atletismo en los juegos de Londres. Estamos en
Salamanca, alojados en un hotel junto a un establecimiento fotográfico de
resonancias teológicas (“Revelado en el acto”) justo enfrente de la gallarda
iglesia de San Martín, coronada con los consabidos nidos de cigüeñas. Siempre
es un placer perderse por el aire dorado y humanista de esta ciudad castellana,
meca del arte plateresco y aquellos días una auténtica legión de terrazas y tapeos
al aire libre. Ante la fachada de la Universidad se congregaba el clásico coro
de buscadores de la rana, ese pequeño batracio que se esconde entre la profusa
decoración del Quinientos. El otro habitante célebre de Salamanca es el
astronauta, insólito homenaje a Armstrong y compañía en una de las portaladas
restauradas de la catedral. La plétora de símbolos autóctonos prosigue en el
mar de pechinas de la Casa de las Conchas y en los delicados colores
modernistas de la Casa Lis.
Nuestra ruta sigue adelante hacia tierras zamoranas.
Una de las ciudades más bellas y desconocidas de la meseta se alza robusta
sobre las aguas del Duero. Impregnada de ecos romanceros y legendarios por el
célebre Cerco de Zamora, la silueta de su catedral románica resulta
inconfundible. El robusto campanario cuadrado y el original cimborrio cubierto
de escamas deben contemplarse a media tarde, cuando el sol dora las piedras y
el río parece agazaparse. En la vecina Toro hallamos otra perla románica, la
colegiata de Santa María la Mayor, cuyo cimborrio, emparentado con los de
Zamora, Salamanca, y Plasencia, evoca aires bizantinos. Y atención al
extraordinario Pórtico de la Majestad, una de las pocas maravillas policromadas
que nos ha legado la arquitectura de la época.
Pero llega el momento de dejar atrás el Reino de León y adentrarnos en la Castilla profunda.
Dos ex presidentes del gobierno de poca afinidad mutua (Aznar y Zapatero)
nacieron en esta ciudad que para muchos es la quintaesencia de la clase media-alta
mesetaria. Tras una periferia gris y amorfa llegamos al corazón de Valladolid,
poco renombrado pese a sus joyas del gótico tardío o estilo isabelino, cuales
son las fachadas del convento de San Pablo y del Colegio de San Gregorio,
flanqueadas por una negra escultura de Chillida. Sin olvidar una inesperada
torre románica en medio de la ciudad, la de Santa María de la Antigua, o la
adusta plaza mayor, que da entrada a la calle de Santiago y su plétora de
distinguidas tiendas. Frente al lujo y el glamour, era curioso leer el rótulo
de un establecimiento que parecía contradecir los telediarios: “Euro-chollo”.
Día 10: Palencia y
Frómista
Aquella tarde, Palencia ofrecía un fotograma digno de Hitchcock. El sol ya
se ponía mientras un ejército de cigüeñas se había apoderado de todos y cada
uno de los pináculos de la catedral. A contraluz, las aves inmóviles casi
parecían construcciones de piedra. Una de ellas se asentaba sobre una gran gárgola
en forma de esqueleto. La banda sonora repiqueteante llenaba toda la plaza y su
eco se expandía por los tejados, mientras alguna cigüeña emprendía el vuelo y se
dejaba ver a muy poca altura, con toda su dimensión tan apta para las fantasías
sobre el origen de los bebés. Unas señoras paseaban conversando. Dicen que la
ola de calor no remitirá hasta el domingo. Qué dices. Sí, y dicen en la tele
que en Segovia han llegado a 45 grados. Sólo faltaba rematarlo con un “Gensanta”,
a lo Forges.
El ayuntamiento de Palencia lucía un cartel con el rótulo “Premio Google
ciudad digital” –caramba con la ciudad de provincias-, cerca de la bella
iglesia de San Francisco, con sus doble campanario triangular de espadaña. En
el interior, el capellán describía el tétrico martirio de San Lorenzo, quemado
vivo bajo el mandato de Valeriano y cuya advocación se celebraba aquel día.
Otro santo, San Sebastián, tiene en la catedral palentina una de las
reproducciones más fascinantes, a cargo El Greco y sus pinceles expresionistas.
30 céntimos la postal, vendida por una amable monja (“por Dios, claro que
tenemos postales, ¿cuál le gusta?”). En la sede también se puede admirar la
antiquísima cripta, húmedo túnel que conduce a unas hechizantes columnas visigodas. Al salir, las cigüeñas seguían ahí, como si la crisis de natalidad
las tuviera apiñadas en una permanente cola del Inem.
Y no podemos dejar las tierras palentinas sin admirar la joya de Frómista.
En mis libros de Historia del Arte recuerdo la curiosa silueta de esta
iglesia románica, cuyas dos torres cilíndricas apenas tienen precedentes en el
arte carolingio. Con su genialidad geométrica, el templo de San Martín es el
reclamo por antonomasia para visitar el pequeño enclave de Frómista, de poco
más de 800 habitantes. Franjas ajedrezadas, capiteles y decoraciones con bolas
revisten el exterior del edificio, cuyo interior es un poema de simplicidad
medieval cual el que se puede encontrar en Sant Vicenç de Cardona, en Catalunya.
Un peregrino italiano paseaba su sombrero por los alrededores, fotografiando la
iglesia desde todos sus ángulos con arrobado entusiasmo, antes de proseguir su camino
hacia Santiago. Pero el nuestro está a punto de concluir y se dirige hacia el
valle del Ebro.
Día 11: Calahorra y
Tarazona
Según una leyenda local de Calahorra (La Rioja), “Vendrá el fin del mundo
cuando al Santo que conversa con la Virgen se le caiga el pan de la mano”. Ambos
personajes figuran en un tímpano de la catedral de Santa María y, al parecer, el
augurio apocalíptico hizo que muchos chiquillos lanzaran piedras contra el
enigmático pedazo de pan allí esculpido, por lo que la pieza tuvo que ser
restaurada una y otra vez. No consta que desde entonces se haya acabado el
mundo. Otra curiosa leyenda nos aguarda en el interior, con una capilla que
venera al llamado “Cristo de la pelota”. Podría ser un nuevo epíteto para
Messi, pero se refiere a un Jesús crucificado que, milagrosamente, se desclavó
para señalar al culpable de un homicidio cometido en una disputa entre amigos
durante un juego de pelota. Episodios cruentos al margen, sería un buen patrón
de los árbitros.
Y de la Rioja saltamos a Aragón para explorar nuestro último destino.
Estamos en la provincia de Zaragoza, pero bien podría ser Marrakech o
Casablanca. La torre de Santa María Magdalena, con su esbelta silueta mudéjar,
casi de minarete, es un de los testigos más sorprendentes del arte de
influencia árabe en Tarazona. Siguiendo su skyline
llegamos a la catedral, esta vez con aires de la Giralda y con un cimborrio que
descuella con su aspecto de gran corona de ladrillo. Con el Moncayo recortado
en su horizonte, esta ciudad a medio camino de Aragón, Navarra, Castilla y La
Rioja es toda una mina de singularidades. Ahí está la antigua plaza de toros,
construída en el siglo XVIII, que hoy es un patio interior de viviendas, para
hartazgo de los vecinos que cada día reciben la procesión de turistas (“qué
paciencia”, soltó una señora pasando entre los objetivos de las cámaras).
Por lo demás, Tarazona reúne referentes tan dispares como Gustavo Adolfo Bécquer,
Paco Martínez Soria o un personaje de tremenda celebridad local que responde al
nombre de Cipotegato. El primero, el poeta sevillano que musitaba “hoy la he
visto y me ha mirado”, se dejó inspirar por estas tierras para fabular sobre
brujas y otras leyendas, y las calles recuerdan pródigamente sus versos. En
cuanto al héroe de la España pueblerina, el inefable Paco Martínez Soria, nació
en esta localidad maña antes de proclamar que la ciudad no era para él y otras
muchas frases hilvanadas atropelladamente y con un volumen de voz tirando a
alto. Mención aparte para el Cipotegato, toda una sorpresa para el profano
visitante de Tarazona, pues esta especie de monstruo multicolor recibe una
curiosa recepción cada 27 de agosto, cuando la muchedumbre se dedica a
arrojarle tomates a mansalva. El Cipotegato es elegido anualmente entre jóvenes
de la población o incluso de fuera, ansiosos por recibir la bufonesca humillación.
La España de charanga y pandereta, como hubiera dicho Machado, el mismo que, embelesado
ante este monte entre Aragón y Castilla, desde el otro lado, escribía a su difunta Leonor: “Mira el
Moncayo azul y blanco; dame tu mano y paseemos”.
Diario de viaje 4-11 agosto de 2012
La
Mancha-Extremadura-Castilla y León-Aragón
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21 agosto 2012
Los colores últimos de Europa
Por Joan
Pau Inarejos
Viaje a Lisboa 14-17 agosto 2012
Joan Pau, Laura, Miriam, Jose y Sara
En los accesos al castillo de Sâo Jorge, a una hora indeterminada de la mañana, un
agente de Prosegur empuñaba una ramilla. El vigilante, con un salado acento
africano, ejercía como guía improvisado de los grupos de turistas que se
acercaban, y se valía de su primitiva batuta para señalar en los mapas y
lugares destacados. Inglés, francés, español, ningún idioma se le escapaba al pluriempleado
y simpático guardián de los dominios medievales, que se desenvolvía con la versatilidad
de una navaja suiza bajo un sol de justicia. Parece que sí, que lo de los recortes va
en serio.
Hace más de un año que Portugal fue rescatado, y las paredes de Lisboa no
son indiferentes a este drama en cámara lenta. “FMI = miseria, revólta-te”, dice una pintada espontánea. Otra, más
amarga, se refiere a Portugal como una “fábrica de atrasos de vida”. Y por
todas partes florecen llamadas a la greve
(huelga), como una inmensa pancarta en el barrio de Belém, que emplaza a
combatir “o regime de austeridade”, casualmente
bajo un angélico rótulo del Banco Espirito Santo.
A buen seguro Fernando Pessoa hubiera fruncido el ceño ante estas
soflamas. Individualista empedernido, pesimista como pocos, encerrado en su
micromundo del centro de Lisboa, el poeta no dejó de considerar a los
revolucionarios como unos “evadidos”, incapaces de reformarse a sí mismos:
“combatir es no ser capaz de combatirse”, zanjó en una de las frases más
desoladoras del Livro do Desassossego.
Pessoa tenía mejores palabras para su paisaje. En una de las páginas del Livro se lee: “Amo el Tajo porque hay
una gran ciudad en sus orillas”.
Lo podría haber escrito en cualquiera de los
muchos miradouros lisboetas, como el
de Graça, el Sâo Pedro de Alcântara o especialmente el de Santa Justa, encaramado
sobre una formidable torre neogótica de hierro diseñada por un discípulo de
Gustave Eiffel. Desde allí puede otearse la lejana catedral, que se recorta
frente al mar con sus robustos campanarios pardos. Alrededor, una miríada de
tejados rojos y fachadas blancas se apelotona hacia la costa, como
empujándose. “No existen para mí flores como, a la luz del sol,
el variadísimo colorido de Lisboa”. Grandes plazas abiertas bajo nuestros
pies y el castillo de San Jorge siempre contemplándolos desde lo alto.
Los amantes de las planicies deben abandonar toda esperanza en Lisboa,
porque esta es una ciudad de elevadores y pendientes. Un tranvía parsimonioso
nos espera cada cuarto de hora para subir al empinado Bairro Alto (barrio alto), y, con un poco de paciencia, también
puede recorrerse a pie la cuesta de la Calçada
da Gloria para descubrir, por ejemplo, un pequeño paraíso grafitero donde
se alza un árbol vestido, con un traje de lana multicolor a la perfecta medida
de su tronco (esperemos que no sea muy efímero este original icono okupa). Con
sus altibajos, calles empedradas e imposibles adoquinados, el urbanismo de esta
ciudad parece una gran conspiración contra los cochecitos, la tercera edad y
las movilidades frágiles en general. Más aún en los días en que la lluvia
abrillanta el suelo y da comienzo la ceremonia de las caídas y resbalones. Eso sí:
qué bellos se ven los negros mosaicos del pavimento cuando se contemplan desde
las alturas. Por qué lo hermoso será siempre tan poco práctico.
Y en estas ya habíamos llegado al Bairro
Alto, cautivador manojo de callejuelas que se antojan una pequeña aldea
incrustada en medio de la gran ciudad. En el albuergue, una joven recepcionista con melena
y gafas a lo Rosa León ensayaba su delicado castellano sibilante para hacernos
saber que se había convocado una huelga de transportes para el día siguiente: “Mas no habrá problema para ir a Belém,
no lo creo”. En la calle, un racimo de banderas exaltaba la hermandad iberoamericana
–Brasil-Portugal-España- en plena comunión turística del low cost, mientras la
publicidad buscaba con menos suerte sus iconos veraniegos, como esos carteles que
reunían a una rubia en bikini y una cerveza Sagres con el glorioso eslógan “Somos
frescas”. Consta que la división feminista de Twitter ya ha protestado.
Con Sagres o sin ella, la cerveza riega profusamente las noches veraniegas
en este barrio alto donde propios y extraños hormiguean por su viejo trazado
cuando el sol deja de atosigar. Si se quiere optar por un brebaje autóctono,
uno puede mojarse los labios con la ginjinha,
licor de cerezas de rancia dulzura y potente regusto, mientras va sorteando la variopinta
yincana de traficantes de sustancias diversas. Algunos parece que vayan
estornudando: hachís, hachís.
Al amanecer, ya se levantan en Lisboa sus fragancias locales. Olor a sal,
a puerto, a salitre, y el embriagador perfume de sardina asada que exhala un
restaurante cualquiera al doblar la esquina. Poca broma con la reina del Omega
3, porque este pescado se ha convertido en todo un icono reivindicativo de la
ciudad, y, para muestra, esa fachada del casco antiguo, recubierta de formas de
peces multicolores, con un contundente lema proteccionista: “A sardinha é nossa!”.
Ya estamos en A Baixa, el barrio
bajo y centro histórico de Lisboa que fue reconstruído tras el traumático
terremoto de 1755, estimado en 9 grados en la escala de Richter. Junto a la
Virgen de Fátima, el gallo coloreado, los azulejos y Cristiano Ronaldo, el
seísmo del Setecientos sigue siendo, latente y doloroso, uno de los símbolos
insoslayables del país. La tragedia lisboeta puso a todo el continente frente a
Dios, y desató el amargo agnosticismo de Voltaire. Hoy, el perfecto trazado
geométrico del marqués de Pombal apenas permite imaginar aquellas olas
gigantescas penetrando entre las ruinas.
Por las calles rectilíneas de A
Baixa llegamos hasta la Rua dos
Douradores.
Despachos de abogados, cafeterías, oficinas de correos y
centros auditivos pueblan hoy el que fuera el modesto escenario literario del Livro do Desassosego. Desde esta calle
contemplaba el mundo Bernardo Soares, el álter ego de Pessoa, que amaba secretamente
su vulgar rutina de contable, por cuanto le permitía tener el espíritu libre y
abstraerse: “Disfruto del cielo porque lo veo desde un cuarto piso de una calle
de la Baixa”. Fantaseaba con ser el “César de la manzana” y proseguía: “Puedo
imaginarlo todo porque no soy nada (…). El ayudante de contabilidad puede
soñarse emperador romano", mientras que "el Rey de Inglaterra está privado de ser, en sueños,
otro rey distinto del rey que es. Su realidad no le deja sentir”.
A tres manzanas del hogar pessoano se extiende la Rua Augusta, arteria
principal del centro histórico de Lisboa rematada por el célebre arco
neoclásico en memoria de los descubridores portugueses. La vía peatonal era
aquel día un constante tráfago de gentes, ciclistas, virtuosos del hip-hop o
bellas estatuas humanas sentadas frente al horizonte fluvial.
Tras el arco monumental se desplegó ante nosotros la Praça do Comércio, grandioso espacio porticado cuyas paredes
amarillas están literalmente asomadas al mar. Al Mar de la Paja, por supuesto,
el estuario donde el Tajo concluye su largo periplo desde la aragonesa Sierra
de Albarracín hasta estas aguas atlánticas en las que la jota hispánica, tan sonora y torera, se endulza en el Tejo
portugués.
Río y mar, dulce y salado, confluyen en esta vasta plaza melancólica que
hubiera hecho las delicias de Giorgio de Chirico y todos los pintores del
paisajismo surrealista. Las dos columnas blancas del muelle, como peones
gigantescos de un tablero de ajedrez, enmarcaban el horizonte azul y resistían
el intenso viento. En lontananza, el gran puente 25 de abril, como un rojizo
espejismo, y los brazos abiertos del Cristo Rey. Pessoa: “Yo me pierdo sin
alegría, no como el río en la desembocadura para la que nació desconocido, sino
como el lago formado en la playa por la marea alta y cuya agua nunca más
regresa al mar”.
Otra silueta imponente de Lisboa nos aguarda lejos del muelle, en el legendario
barrio de Alfama. Habiendo recorrido la Feira
da Ladra, el mercadillo con nombre de ladrona, se dibujó, como una
aparición, la enorme cúpula del Panteón de Santa Engracia. La mole blanca tiene
toda la grandeza y perfección del barroco romano y puede disparar peligrosamente
el síndrome de Stendhal: quedarse embombado ante la belleza y no querer irse
jamás, así se pierda un avión.
Pero no debemos entretenernos, ya que urge hacer como los antiguos
pastores: coger nuestros aperos y marchar hacia Belém.
A pocos kilómetros al oeste de Lisboa, el barrio monumental de Belém sigue
fascinando a las legiones de visitantes. Se entiende al contemplar el Mosteiro dos Jerónimos (monasterio de
los Jerónimos), una formidable ópera de piedra que pasa por ser la apoteosis
del llamado estilo manuelino, exuberante transición del gótico al renacimiento
de estricto pedigrí portugués. Inspirados por los descubrimientos oceánicos,
los artistas manuelinos del Quinientos cincelaron en el claustro de los
Jerónimos una portentosa filigrana, donde la piedra se retuerce y se horada en
forma de corales, anclas, conchas, conos espirales, cabos retorcidos, columnas
arbóreas o la omnipresente esfera del astrolabio. Cualquiera diría que aquella
nación descubridora, que se puso el Atlántico por montera, es hoy una provincia
periférica intervenida a golpe de pito.
Épica y saudade, nostalgia
imperial y tristeza, parecen convivir en las orillas lisboetas: entornando la
vista, la Torre de Belém bien podría parecer un antiguo navío varado en la
playa: una vieja gloria amarrada.
Con el golpeteo de las olas como permanente
banda sonora, los turistas se apiñaban para visitar esta espectacular
fortificación de piedra, con cuerdas esculpidas, almenas en forma de escudos y
redondeados pináculos apuntando al cielo. Cargueros y veleros esporádicos iban
y venían frente a la torre manuelina, mientras un hombre, guía en mano,
instruía a la prole infantil sobre las influencias arabizantes del edificio.
Una hermosa maternidad de piedra, la Virgem do Restelo, contemplaba cómo los piratas del siglo XXI asaltaban la torre
con sus flashes y se pirraban por emprender la claustrofóbica subida al mirador
de la torre, escalera de caracol mediante. Quizá era mejor bajar a los peldaños
de la playa y reposar los pies en este casi-Atlántico, donde una niña vestida
de azul, ajena a todo, se dedicaba a recoger conchas.
Y aún nos faltaba un confín por conquistar: el Cabo da Roca.
Para llegar al punto más occidental de todo el continente europeo hay que
marearse con creces. El autobús de Sintra nos sacó en procesión por
un Viacrucis de curvas hasta divisar el esperado linde geográfico del Cabo da
Roca. Vale la pena. Desde lo alto de los acantilados se diría que todo el mar es espuma, y no se puede evitar cierto escalofrío al sentir los lejanos
rompientes bajo nuestros pies, recibiendo las violentas embestidas del oleaje.
La solemne belleza de estas costas escarpadas invita a fabular en el más allá:
en un onírico avistamiento de la Estatua de la Libertad o de cualquier silueta
que traiga al ánimo las promesas de prosperidad o las aventuras allende los
océanos, donde se suponía que terminaba el mundo.
Diario de viaje a LISBOA 14-17
agosto 2012
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