18 noviembre 2011
Atardece en el puente de Burdeos
Por Joan Pau Inarejos
Viaje en octubre-noviembre 2011
Joan Pau Inarejos y Laura Solís
Por algún motivo, las
norias siempre parecen tristes cuando se ven de lejos. Estos artilugios deberían sugerir la alegría del juego, pero su giro lento y su luminoso gigantismo apagan suavemente el ánimo. Todavía más al anochecer, cuando Neruda decía que la luna hacía girar su "rodaje de sueño" cual caleidoscopio inalcanzable. Como un astro indiferente empezó a girar la noria de la feria de Burdeos, mientras el sol ya se ocultaba tras el muy caudaloso Garonne. Si no fuera por el emblemático puente de pierre, que cruza sus aguas con parisina elegancia, este río originario de la catalana Vall d'Aran bien se antojaría una zanja inexpugnable: sus 500 metros de anchura casi producen vértigo horizontal -si es que existe este concepto- y uno se pasa no menos de siete minutos recorriendo su concurrido lomo. Suficiente para escribir un cuento o para barrer con la mirada todo el frente fluvial de la capital de Aquitania, toda ella de un color pétreo y plateado, con su prolija sucesión de fachadas clásicas y con esos tejados de pizarra tan caros a la Francia encantada de haberse conocido.
El tráfago de los tranvías peinaba incansablemente la orilla izquierda del río, prolongado bulevar donde Carla Bruni se había enseñoreado de los quioscos mediante su fugaz estampa maternal a la salida de la clínica, llevando en brazos a la princesa Giulia, así bautizada por la crónica rosa (al menos hasta que la crisis financiera decapite a este rey de sangre húngara). Sobre nuestras cabezas asomaban los grandes pináculos de Burdeos: la basílica de Saint-Michel -de imponente corpulencia-, la puerta de Cailhau -de hechuras disneyanas- y la catedral de Saint-André -imposible de capturar en un solo vistazo con su caótica enormidad-. Vestigios de una vieja potencia atlántica, que cobija sus hermosuras con tranquilidad. Bien escondida en su apartada plaza está la belleza barroca de Notre-Dame, de cálidas curvas italianas, o la prestancia gótico-renacentista de Saint Pierre, con sus acogedores ventanales flamígeros. O el Gran Teatro neoclásico construido por Victor Louis, tan perfectamente evocador de la burguesía europea decimonónica que dan ganas de entrar con una bomba de Orsini en nombre del anarcosindicalismo (perdón por el desahogo y los mejores deseos para los amantes de la ópera).
Seguramente no es este el sitio para cazar tendencias o excitantes hipermodernidades, aunque el siglo XXI ha dejado un hallazgo de bello nombre que merece aquí escribirse.
El Miroir d'Eau (Espejo de Agua) son 700 metros cúbicos de transparencia, un levísimo estanque de apenas un dedo de agua, o si se quiere un suelo mojado con estilo, por cuya superficie podemos andar con evangélica serenidad mientras la urbe (la de verdad, la que está al otro lado) se refleja a nuestros pies.
JOAN PAU INAREJOS
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1 comentario:
Bonic text i preciosa foto, com sempre!
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