23 noviembre 2011
22 noviembre 2011
Tres visiones femeninas (2006)
por JOAN PAU INAREJOS
UNO: LA JOVEN Y LA SERPIENTE
El licor me llevó a un
paisaje marítimo, amaneciendo en un pueblo de pescadores. En la playa había una chica prisionera de si misma. Créanme. Su cuerpo era una especie de malla, un
capullo de seda en el que la pobrecita se agitaba y se revolvía. No tenía
brazos, o bien los tenía cruelmente tejidos y ocultos dentro de aquel cuerpo de
red. Debo aclarar que no era un monstruo ni un gusano gigante. Al contrario. Pese
a todo, era una joven hermosa y, desde donde yo podía ver, lucía unos ojos
azules enormes y arrebatadores. La chica prisionera de si misma miraba hacia el
mar y el viento le dibujaba trenzas crepitantes. Escondido tras las rocas, me
atormentaba pensar que quizá era una sirena a medio hacer, desechada por un
Neptuno apresurado o vaya usted a saber por quién. Deseaba irme, pero no pude
reprimir una última mirada. La joven sin brazos abrió dos ojos como dos
ventanas e intentó con desespero huir a rastras por la arena: una serpiente,
larga y escamosa, se paseaba a su vera y la rodeaba sigilosamente. Lancé un
grito de horror. La serpiente levantó su cuello. Se volvió hacia mí. Su cabeza
era un cráneo desnudo, coronado con cuernos de macho cabrío.
DOS: LA GIGANTA
Jadeando aún por el
sobresalto, corriendo a toda prisa, el paisaje se me volvió a transformar y
aparecí, diminuto como un insecto, en la habitación de una mujer. Mi anfitriona
salía del baño. Se secó el cabello con una toalla y se tumbó desnuda en la cama.
Me asusté al verla, pero enseguida pensé en todas las fábulas sobre los hombres
invisibles y eso me dio un gozo tranquilo, como el que se siente ante un gran
acuario. Trepé por su pierna, seguí por el brazo y vi que estaba tomando una
copa. El licor era denso y dorado. Bajé de su mano de un salto, anduve por la
mesita de noche, aparté esforzadamente un despertador y entonces vi una botella
esbelta que guardaba algo dentro del líquido. Me pareció ver una mitra y, en
efecto, medio tapado por la etiqueta había un obispo, algo más grande que yo,
perfectamente embotellado y algo arrugado por la humedad.
Miré a la giganta y
pensé en lo irreverente de sus gustos. Me sonrojé, lo reconozco. Puede que el
burbujeo del licor me hubiera llegado a la nariz, o quizá la pequeñez súbita
hacía estragos en mi cerebro, pero al mirar hacia arriba, hacia el rostro de la
joven impúdica, vi que sus ojos se multiplicaban, se borraban de la cara y
volaban hacia el cabello, y ella se agitaba graciosamente como si le hicieran
cosquillas. Me fui brincando hacia su vientre y le pisé el ombligo, pero no
pareció molestarle. Quién sabe si ya me había descubierto, y me observaba como
a un nuevo juguete.
Joan Pau INAREJOS,
2006 / dibujos: Joan Pau Inarejos, 2004
18 noviembre 2011
Atardece en el puente de Burdeos
Por Joan Pau Inarejos
Viaje en octubre-noviembre 2011
Joan Pau Inarejos y Laura Solís
Por algún motivo, las
norias siempre parecen tristes cuando se ven de lejos. Estos artilugios deberían sugerir la alegría del juego, pero su giro lento y su luminoso gigantismo apagan suavemente el ánimo. Todavía más al anochecer, cuando Neruda decía que la luna hacía girar su "rodaje de sueño" cual caleidoscopio inalcanzable. Como un astro indiferente empezó a girar la noria de la feria de Burdeos, mientras el sol ya se ocultaba tras el muy caudaloso Garonne. Si no fuera por el emblemático puente de pierre, que cruza sus aguas con parisina elegancia, este río originario de la catalana Vall d'Aran bien se antojaría una zanja inexpugnable: sus 500 metros de anchura casi producen vértigo horizontal -si es que existe este concepto- y uno se pasa no menos de siete minutos recorriendo su concurrido lomo. Suficiente para escribir un cuento o para barrer con la mirada todo el frente fluvial de la capital de Aquitania, toda ella de un color pétreo y plateado, con su prolija sucesión de fachadas clásicas y con esos tejados de pizarra tan caros a la Francia encantada de haberse conocido.
El tráfago de los tranvías peinaba incansablemente la orilla izquierda del río, prolongado bulevar donde Carla Bruni se había enseñoreado de los quioscos mediante su fugaz estampa maternal a la salida de la clínica, llevando en brazos a la princesa Giulia, así bautizada por la crónica rosa (al menos hasta que la crisis financiera decapite a este rey de sangre húngara). Sobre nuestras cabezas asomaban los grandes pináculos de Burdeos: la basílica de Saint-Michel -de imponente corpulencia-, la puerta de Cailhau -de hechuras disneyanas- y la catedral de Saint-André -imposible de capturar en un solo vistazo con su caótica enormidad-. Vestigios de una vieja potencia atlántica, que cobija sus hermosuras con tranquilidad. Bien escondida en su apartada plaza está la belleza barroca de Notre-Dame, de cálidas curvas italianas, o la prestancia gótico-renacentista de Saint Pierre, con sus acogedores ventanales flamígeros. O el Gran Teatro neoclásico construido por Victor Louis, tan perfectamente evocador de la burguesía europea decimonónica que dan ganas de entrar con una bomba de Orsini en nombre del anarcosindicalismo (perdón por el desahogo y los mejores deseos para los amantes de la ópera).
Seguramente no es este el sitio para cazar tendencias o excitantes hipermodernidades, aunque el siglo XXI ha dejado un hallazgo de bello nombre que merece aquí escribirse.
El Miroir d'Eau (Espejo de Agua) son 700 metros cúbicos de transparencia, un levísimo estanque de apenas un dedo de agua, o si se quiere un suelo mojado con estilo, por cuya superficie podemos andar con evangélica serenidad mientras la urbe (la de verdad, la que está al otro lado) se refleja a nuestros pies.
JOAN PAU INAREJOS
VIAJE A BURDEOS EN OCTUBRE DE 2011 VER TODAS LAS FOTOS
15 noviembre 2011
Cuando 'Tintín' no se parece a 'Tintín'
(ni falta que le hace)
por
JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7
Antes que nada una confesión personal, por no indisponerme
con tintinófilos, tintinistas, tintinólogos y otras hierbas. Un servidor de
ustedes nunca fue especialmente devoto del héroe del flequillo. Mi educación
sentimental en el cómic se hizo a golpe de porrazo en la Galia de Astérix y
Obélix, y sólo en un verano tardío, muy cumplidos los veinte, me decidí a
leer de una tacada las aventuras del reportero belga, cuyas andanzas policíacas,
acertijos científicos e inmersiones acuáticas tendrán siempre en mi fuero
interno la banda sonora de ‘Batiscafo Katiuskas’ de Antònia Font: son las
secuelas imborrables de leer con los auriculares puestos (aunque, por otra
parte, cómo resistir a la tentación de imaginar el submarino-tiburón de Rackam
el Rojo bajo el barniz lírico de las ratxes
de sol que travessen blaus marins…).
Ahora que ya me he sentado en el diván, voy al asunto. Los
amigos Steven Spielberg y Peter Jackson (amén) nos prometían una vibrante superproducción
hollywoodiense basada mayormente en el álbum ‘El secreto del unicornio’, con la
técnica de la captura de movimientos, que permite digitalizar a actores de
carne y hueso: si esa era la empresa, prueba superada. Los cien minutos largos
de la cinta nos apabullan como el mejor de los títulos clásicos de aventuras, y
lo hacen con el asombroso esmalte de la tecnología visual. Las persecuciones,
las batallas navales, los sórdidos ambientes portuarios, los montajes
trepidantes, las cada vez más creíbles expresiones faciales, o la infartante
secuencia del halcón ladrón confirman que nos hallamos en manos de maestros de
los mimbres del celuloide, capaces de recrear todo un mundo ficticio ante
nuestros ojos (con gafas o no).
Y sí, el ritmo de la función, junto a las notas épicas de
John Williams, invocan (a la baja) el espíritu de Indiana Jones, el héroe más
imposible y gozoso que Spielberg haya alumbrado en un feliz 1981 y que los críticos
de la época enseguida emparentaron con el hijo de Hergé. Tanto más en esta
apoteosis cinematográfica, donde aquel seudoarqueólogo recuerda mucho a este
seudoperiodista arrojado y juvenil: uno pegado a su sombrero-fetiche, otro a su
proverbial tupé, subpersonaje peludo que protagoniza algunos sketches
brillantes en la hélice de un helicóptero o sobresaliendo en la superficie del
mar, cual autoguiño a las embestidas de ‘Tiburón’. Y puestos a recorrer la
huella del mago de Cincinatti, hasta el mismísimo capitán Haddock, de nuevo el
más cálido y carismático en su alcohólico autismo, se antojaría una reedición
del excéntrico papá Sean Connery en ‘La última cruzada’, o incluso de Robin
Williams reencontrándose con su identidad heroica en ‘Hook’…
Sin embargo, el mejor momento de la película es muchísimo
más modesto. Apenas hay que esperar cinco minutos para descubrirlo. En una
animada plaza, Tintín observa el retrato que le acaba de hacer un artista
callejero con las facciones de Hergé, voltereta barroca a la guisa de Velázquez
y sus Meninas. El dibujo nos muestra la cara del reportero tal como aparece en
los cómics: redondeada, esquemática, casi un boceto. “¿Qué opinas, Milú, crees
que me parezco?”. “¿Qué opináis?”, parecen decir Spielberg y Jackson a los
espectadores, “¿Se parece nuestro Tintín al de Hergé?”. Pocas veces el cine
comercial se había hecho una autoparodia tan breve y brillante. Y huelga decir
que la respuesta es un no rotundo.
07 noviembre 2011
Symbolos versus Diabolos
JULIO TREBOLLE
“Frente al ‘symbolos’ que
une y armoniza está el ‘diabolos’, el adversario que rompe la armonía y provoca
el desequilibrio y la caída”
El símbolo “somatiza”, está unido a la experiencia del cuerpo,
y confiere a la vez dimensiones cósmicas y éticas a lo simbolizado. El símbolo
más primitivo y elemental es tal vez el que pudo surgir ya en la mente del ‘homo
erectus’ o de los primeros homínidos que ensayaron el andar erguidos como
bípedos, o surge en la mente del bebé cuando ensaya a dar los primeros pasos
sin perder el equilibrio.
Al ganar la dimensión de verticalidad, el hombre descubre lo
alto y lo bajo, y, muy pronto, el cielo y la tierra. La distancia entre el
cielo y la tierra debió ser percibida como un desgarro cósmico, simbolizado en
los mitos por una acción violenta como la división en dos partes del cuerpo de
Tiamat para formar el cielo y la tierra [mitología babilónica].
Al tiempo que se alzaba, todavía titubeante, el hombre
descubría también que podía caerse y que era necesaria una armonía y un
equilibrio entre lo alto y lo bajo. La sensación de caerse, hecha símbolo,
conforma los primeros mitos de la caída y de la culpa. El símbolo comporta
entonces una dimensión ética. Así en el mito adánico, el árbol enraizado en la
tierra y proyectado al cielo se convierte en símbolo de la separación cósmica y
del discernimiento cognoscitivo y ético entre el bien y el mal. El símbolo
determina una armonía natural y una ética de la naturaleza (…). Frente al ‘symbolos’
que une y armoniza está el ‘diabolos’, el adversario o ‘satán’ que rompe la
armonía y provoca el desequilibrio y la caída.
Los símbolos se traducen en metáforas, pero sobre todo en
imágenes plásticas. Los estudios bíblicos prestan gran atención a los mitos,
conceptos y ritos de las religiones orientales, pero desatienden por lo general
la plasmación plástica de los mismos. La dicotomía entre palabra e imagen,
acentuada por la estética de la Ilustración, ha conducido a una exaltación de
la palabra y de la historia y de una marginación, por el contrario, de la
imagen y el espacio.
JULIO TREBOLLE LIBRO DE LOS SALMOS: RELIGIÓN,
PODER Y SABER (2001)
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antropología,
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Julio Trebolle,
religión
La sabiduría, sentada en la puerta de casa
Radiante e inmarcesible es la sabiduría; fácilmente la
ven los que la aman y la encuentran los que la buscan. Se anticipa a darse a
conocer a los que la desean. Quien temprano la busca no se fatigará, pues a su
puerta la hallará sentada. Pensar en ella es prudencia consumada, y quien vela
por ella pronto se verá sin afanes. Ella misma busca por todas partes a los que
son signos de ella; en los caminos se les muestra benévola y les sale al
encuentro en todos sus pensamientos.
Sabiduría 6,
12-16 (Biblia)
04 noviembre 2011
'Melancholia': ¡Que se besen! (los planetas)
LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE
CINE: LABUTACA
por
JOAN PAU INAREJOS
Nota: 8,5
Al Apocalipsis más mediático le van las multitudes. Desde Juan de Patmos hasta el Harmagedón hollywoodiense, el fin del mundo se ha venido
narrando con el concurso de multitudes desquiciadas, ejércitos celestes y gran alboroto urbi
et orbi. Pero ahí está Lars Von Trier, el danés más propenso a las
provocaciones genialoides, para romper convenciones también en este género y
ponerse a filmar el ocaso del universo en la intimidad cruda y desgarrada de una
familia.
Dos mujeres enormes apuntalan esta osada película (si es que se
puede llamar así a este experimento, lienzo
u ópera onírica, ya me perdonarán, harto difícil de describir). Grabemos sus
nombres en oro: Kirsten Dunst y Charlotte Gainsbourg. La primera, la ex chica Spiderman, es Justine, una joven novia depresiva y soñadora, mientras que la segunda, la carismática Gainsbourg
(que ya nos deslumbró en ‘Anticristo’) interpreta a Claire, su severa hermana
mayor, muy resabiada anfitriona de los festejos nupciales en una lujosa mansión
ajardinada. Ambas féminas se enseñorean respectivamente de la primera y la
segunda mitad del largometraje, en realidad dos películas dentro de la película,
dos actos de tonos dispares, que se antojarían perfectamente redondos por
separado.
El primer acto tiene el color del hiperrealismo psicológico:
es una soberbia radiografía humana alrededor de unas nupcias aparentemente
idílicas pero irremediablemente decadentes por la profunda distancia,
magistralmente filmada, que vamos percibiendo entre los novios. La personalidad
absorta y rebelde de Justine aflora poco a poco, como una planta venenosa, y
sus continuas huídas de la ceremonia conyugal nos dejan imágenes audaces: véase
a la virginal doncella subiéndose las enaguas para hacer sus necesidades en
medio del césped, o violando prácticamente a un joven empleado como pedestre
recambio de un marido que se queda esperando en calzoncillos su merecida cita
sexual.
En el segundo acto, el paisaje narrativo cambia por completo
y Lars Von Trier nos mete de pleno en la angustiosa cuenta atrás de un fenómeno
astronómico: el planeta Melancholia, tan bello como siniestro, avistado ya como
oscuro presagio en la noche de bodas, se acerca peligrosamente a la Tierra con serio riesgo de colisión. Las riendas pasan entonces a Claire (Charlotte Gainsbourg),
que eriza el vello con su papel de mujer asustada, poseída por la angustia y el
miedo cerval frente a la enigmática serenidad de su hermana. Una se afana y le
duele el mundo; la otra se sienta a esperar la catástrofe. Dos talantes frente
al Apocalipsis.
La moraleja del amigo Von Trier vuelve a ser descorazonadora:
estamos solos frente a una muerte inexorable, que llega con la indiferente y
brutal puntualidad de los inviernos nórdicos. No hablamos ya de Dios: ni
siquiera nos ampara el calor de otras vidas en el cosmos. Cierto que el
autoapodado “mejor director del mundo” se vuelve a pasar varios pueblos de pretenciosidad, y más
cierto todavía que vuelve a esculpir una galería de imágenes de una belleza
surrealista y sobrecogedora, explícita deudora de la pintura simbolista y las
visiones de Brueghel y El Bosco. El recital visual es impresionante, desde ese
prólogo ralentizado con la novia arrastrada por la corriente o la doble sombra
que proyectan la Luna y Melancholia hasta las inquietantes granizadas
provocadas por el choque planetario, sin olvidar esa humilde cabaña de palos,
refugio imposible de un ser humano que, como dice el Evangelio, a diferencia de
las zorras y las aves no tiene donde recostar la cabeza.
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