El arranque de la nueva aventura pilla a Bourne en su índico retiro espiritual junto a Marie, la la fiel compañera de exilio, pero el nirvana turístico tendrá los días contados: enseguida aparece la sombra del perseguidor, desatando un anfetamínico hostigamiento por los suburbios hasta desembocar en un accidente de tráfico, puente mediante, tan brutal como cinematográficamente gozoso (alguien tendrá que estudiar alguna vez la condición bífida de nuestra mirada, según se enfrente al telediario o a la ficción).
Saltando de país en país como quien visita Google Imágenes, quitándose de encima pelotones de policías cual Hulk Hogan, telefoneando en suajili si hace falta mientras arrea puñetazos, el avispado ex espía vuelve a amenizar la función con sus hechuras tan inverosímiles como espectaculares -el ADN, por otra parte, de todo James Bond que se precie- y protagoniza algunos momentos para matrícula, como la escena en el apartamento donde machaca a un sicario en un mudo y prolongado cuerpo a cuerpo hasta la estrangulación sangrienta, o el tercer grado al que somete a sus perseguidores a través de una lejana mirilla (demostrando el imperecedero atractivo de la chulería bien filmada).
De nuevo las escenas de acción vienen trenzadas con el vibrante fragor de los despachos de la CIA, donde un jerifalte corrupto (carismático y otoñal Brian Cox) se enfrentará a una resuelta paladina de la verdad (labios carmín, tinte rubio, profesional Joan Allen) en un pulso constante que riza el rizo de un guión cuyo perpetuo espasmo videoclipero apenas disimula su falta de originalidad. Pero qué bien te lo pasas, oye.
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