06 abril 2010

'Lourdes': milagro minimalista


LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE CINE: LA BUTACA

por JOAN PAU INAREJOS
 

Nota: 8
Con el concurso de la Virgen o sin él, esta película consigue un pequeño milagro: acercarse a lo sagrado (o a la sociología de lo sacro, para ser más exactos) sin caer en el Escila de la ciega beatitud ni en el Caribdis de la sátira o la ridiculización. Con un temple admirable, como el acróbata que camina por la cuerda floja, la austríaca Jessica Laussner nos mete en el archifamoso santuario mariano del Pirineo francés para que asistamos a una insólita curación. 

¿Milagro? ¿Suceso fortuito? No importa aquí dilucidar el enigma, ni escuchar discursos de autor, sino asomarse al retablo humano, matizado y veraz, que rodea a la peregrina afortunada. Por este microcosmos humano desfilan una paralítica vagamente agnóstica, una novicia perezosa y descreída, más pendiente de las miradas de un hombre que de su rigurosa misión; una superiora estricta y abnegada, que vigila cualquier exceso; unas peregrinas chismosas y roídas por la envidia, o una anciana de ojera hipertrofiada que es un monumento a la ancianidad triste, pasiva y solitaria.

Las procesiones, los rezos, las inmersiones en las piscinas, las miríadas nocturnas de cirios, la sempiterna efigie de la virgen blanquiazul, la fiesta de fin de peregrinación plagada de globos y música hortera; todo está rodado sin la más mínima solemnidad, con un naturalismo honesto y paciente, sólo barnizado por las íntimas notas del Ave Maria de Schubert, que siempre nos transporta a secretos recovecos del alma, aunque no sepamos cuáles.

'Lourdes' nos regala un montaje inteligente y silencioso, pequeños planos de oro, diálogos escuetos que flotan sobre el fondo sacro en su aparente absurdidad ("Mira la Virgen; ¿la ves? ¿es guapa, no? Ella nos mira") y unas interpretaciones soberbias en su extrema síntesis y contención. No es de extrañar que haya recibido el aplauso unánime de creyentes y ateos, porque ante este pedazo palpitante de realidad se puede exclamar lúcidamente que "El infierno son los otros" (Jean-Paul Sartre) o musitar místicamente que "La rosa no tiene un porqué" (Angelus Silesius). 

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