16 noviembre 2013
Blue Jasmine: cuando Woody encontró a Cate
por JOAN PAU INAREJOS
Nota: 7,5
Que el siglo XXI no
le ha sentado bien a Woody Allen no es ningún secreto de Estado. Como una gramola encallada, su filmografía va repitiendo la misma canción con un sonido cada vez más oxidado (incluso decir esto se ha convertido en un ineludible tópico woodyalleniano). El último tramo artístico del neoyorquino se asemeja a una prórroga perezosa y sin embargo, de vez en cuando, va renaciendo tímidamente cual Fénix gallináceo. Algo o alguien enciende una lucecita en su escuálida cabeza. Los más puristas dirían que Woody ya no hace buenas películas; tiene fogonazos.
Paradójicamente, el director ha tenido que esconderse o eclipsarse a sí mismo para volver a volar. Si bien es cierto que todas sus coordenadas se encuentran una tras otra en 'Blue Jasmine', ha sido preciso que venga alguien de fuera para hacernos olvidar al autor y sólo así reencontrarnos con él. Ese alguien se llama Cate Blanchett, o mejor dicho, Jasmine, como se autodenomina la rica y glamurosa mujer de quien se ha apoderado carismáticamente -o viceversa- la actriz australiana.
Como siempre acerado y mordaz con el mundo de los pijos (recordemos 'Match Point'), Allen encuentra en Cate Blanchett la aliada perfecta para narrar el desmoronamiento de una vida de vino y rosas. Toda la comedia-drama es un hilarante estudio del estado de shock en el que ha quedado esta mujer una vez que su marido Hal (Alec Baldwin) le ha dejado con las manos completamente vacías, delitos y faltas mediante. Como telón de fondo, la caída de los grandes banqueros y especuladores post-Lehman Brothers.
Encerrada en su burbuja negacionista, hablando con desconocidos -o con niños-, dando patéticos palos de ciego para rehacer su vida, Jasmine ya es por méritos propios una de las mejores neuróticas del universo de Woody Allen. Un monumento femenino como lo pudo ser la Diane Keaton de 'Annie Hall'. Su carácter, de un pavoneo tan altivo como vulnerable, contrasta con la mediocridad e indolencia de su hermana Ginger (asombrosamente creíble Sally Hawkins, aun quedando en segundo término), que la acogerá en su piso de San Francisco mientras busca un nuevo rumbo a su existencia.
Atento al primer plano y al guiño musical -ese 'Blue Moon' que va sonando en momentos precisos-, el jazmín azul de Allen huele a profundo desencanto. Y huele a incomunicación irremediable: las dos hermanas ejemplifican dos estilos de vida y dos caracteres que, como las líneas paralelas, jamás se juntan (ni siquiera en la consabida catarsis final, que sabiamente se nos hurta aquí). Esta incompatibilidad caótica y tenaz se aprecia en una de las mejores escenas del film: mientras Ginger se las ve con un gañán agresivo que lo destroza todo a su paso, Jasmine sólo espera ansiosamente la llamada de un vaporoso seductor que apenas está en su imaginación (el encuentro y desencuentro con este hombre-utopía se escenifica con un fabuloso dominio y delicadeza).
Al fin, una fábula social recorre el largometraje. Los ricos se hunden estrepitosamente cuando entran en crisis, mientras que los pobres son más capaces de reponerse -más resilientes, dirían los psicológos- gracias a su falta de pretensiones. El autor parece tomar partido por estos últimos, aunque su verdadero alter ego está en esa Jasmine desnortada, desclasada, aferrada al pasado. Allen tiene la virtud de hacer de su propio espejo decadente una obra maestra. Y como Goya o Rembrandt, nos reserva los autorretratos más auténticos para la vejez.
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