21 agosto 2013
"Bella, l'Estuania!"
Por Joan
Pau Inarejos
Diario de viaje 5-14 agosto de 2013
Lituania-Letonia-Estonia-Finlandia
Con Laura Solís, José L.
Gordón y Sara Roura
Si García Márquez
creó Macondo y Hergé se sacó de la chistera la exótica Syldavia para una de las
aventuras de Tintín, nosotros también tenemos el derecho azaroso de inventarnos
un país. En el fragor de maletas y reservas por Internet, un lapsus
linguae vino en nuestra ayuda para dar con la palabra Estuania.
Simple y eficaz, el nombre ficticio parecía el idóneo para resumir el enojoso
trabalenguas de Lituania, Letonia y Estonia, cuyos respectivos encantos nos
disponíamos a descubrir aquel verano. Eufóricos, creímos haber bautizado algo
así como un novelesco reino medieval del Este para facilitar nuestros
preparativos vacacionales, pero poco después descubrimos que el copyright lo
tenía otro genio del idioma. En 1994, Silvio Berlusconi aterrizó en Tallinn y
no dejó de alabar la hermosura de Estuania (sic) queriendo
referirse a Estonia. Su gazapo diplomático, en pleno viaje oficial, sonó como
un chiste: “Bella, l’Estuania!”.
Para muchos
europeos, los llamados países bálticos siguen siendo una Syldavia lejana y mal
conocida. Es cierto que compartimos la bandera azul y casi el vil metal
–lituanos y letones adoptarán el euro en breve: Merkel los coja confesados-,
pero las minúsculas ex repúblicas soviéticas aún ocupan un lugar periférico en
nuestro Google Maps interior. Sabíamos que huyeron de la URSS en nuestra
infancia, que están todas juntas allá arriba y que costaba memorizar las
capitales. Luego vino la actuación de Rosa de España y volvimos a acordarnos
que había una ciudad llamada Tallinn donde el Europe's living a
celebration todavía sonaba más surrealista. Si antes se decía que la
lengua de Europa era la traducción, ahora, gracias a Eurovisión, lo es el
friquismo. Pero esa es otra historia: íbamos a contar nuestro viaje a la bella
Estuania.
LITUANIA
Día 6: Vilnius
Una compañía de bajo
coste con nombre de ambientador -Wizz Air- nos llevó volando hasta nuestro
primer destino, la majestuosa Vilna (en castellano) o Vilnius (en lituano). El
primer reclamo estaba en el mismo avión: la nadadora lituana Rūta Meilutytė regresaba a su país tras haber batido el recórd mundial de 100 metros
braza en el Mundial de Barcelona, una hazaña lograda con sólo 16 años. Al
aterrizar, la heroína rubia recibió su merecido comité de bienvenida: un
generoso ramo de flores y un periodista que le arrimaba el micrófono y todo
tipo de elogios en lengua vernácula.
El oro de Rūta nos
debió de traer buena suerte, porque un sol radiante nos esperaba en Lituania,
literalmente el país de la lluvia (Lietuva). La tregua meteorológica nos
permitió contemplar al detalle todos los colores de Vilnius, una ciudad
elegante y dispersa que puede admirarse casi al completo en la Torre de Gediminas. Subiendo una pequeña colina se llega a este privilegiado mirador
medieval, donde se divisan algunas de las joyas barrocas de la urbe. En el
centro, la iglesia de San Casimiro alza su peculiar remate en forma de corona
y, con su característica pintura rosácea, evoca un gigantesco pastel de fresa.
Igualmente imponentes, en sendos extremos del casco antiguo, la iglesia de
Santa Catalina y la de la Ascensión, cuyos grandiosos campanarios enmarcan una
de las fachadas más fotogénicamente desconchadas y envejecidas de la Vilna
barroca.
Pero el verdadero
tesoro arquitectónico de Vilnius está construido en ladrillo y se llama Santa
Ana.
Más de 30 tipos de
ladrillo componen este verdadero zurcido gótico de época tardía (siglos
XV-XVI), una asombrosa filigrana rojiza que inspira todo tipo de souvenirs. En
Vilnius, quizá más que en ninguna otra ciudad báltica, se puede apreciar la
encrucijada de religiones de estas tierras. De fuerte influjo polaco, es
la capital con más impronta judía (fue llamada la Jerusalén del norte) y
también la más católica, sin olvidar la presencia ortodoxa (el esplendoroso
interior de la iglesia del Espíritu Santo, con sus tres mártires amortajados
exhibiendo sus pies de modo inquietante), y el carismático lugar de encuentro:
la Puerta de la Aurora donde luce una Virgen de tez morena para responder a
oraciones de todos los colores.
Los bálticos
derribaron su propio Muro de Berlín. Lo recuerda una placa junto a la mole
blanca de la catedral de Vilnius. Desde allí partió en 1989 la gran cadena
humana o via báltica (en lituano, Baltijos Kelias) que unió a un
millón y medio de personas hasta Tallinn, pasando por Riga, para exigir la
secesión de las entonces repúblicas soviéticas. La Catalunya soberanista está a
punto de repetir la fórmula, aunque las comparaciones históricas son odiosas y
parece improbable que Mariano Rajoy sea el Gorbachov ibérico que desmonte la
sacrosanta España unida. En todo caso, como decimos en catalán, ja ho
sentirem a dir.
Tanto furor causó el
independentismo de los 90 que incluso un barrio ejerció su derecho a la
autodeterminación y se declaró independiente de la ciudad de Vilnius.
La llamada República
de Užupis, a medio camino del artisteo de Montmartre y la publicidad de
Ikea, se extiende a orillas del río Vilnia y tiene su propia Constitución,
donde se proclama, por ejemplo, el derecho a ser feliz y a no serlo. Los diez
mandamientos de la vida bohemia imperan en este simbólico microestado, un buen
sitio para gozar de la rubia Baltas y otras cervezas del lugar. Por este trago
así lo pronuncio, mando y firmo.
Día 7: Trakai, Kaunas y Colina de las Cruces
Un jovencísimo
lituano de pelo rizado nos hizo entrega de nuestro coche de alquiler y detalló
todo tipo de explicaciones con un inglés rápido y expeditivo. Le dijimos que
éramos de Barcelona (Oh, yes, “Gandhi”
arquitecture), y el Seat León plateado fue nuestro en pocos minutos. Tras
ambientarlo con nuestra música con popurrís grabados para la ocasión, lo
pusimos rumbo a Trakai.
Rodeado de tres lagos
se encuentra este enclave de postal, muy cercano a Vilnius y con un castillo de
ladrillo presidiendo las aguas cual fortaleza flotante. Un campeonato mundial
de remo juvenil animaba aquel día la aldea, mientras el sol sacaba partido a
los tejados de colores de las muchas y concatenadas casas de madera.
Misteriosas esculturas espigadas del mismo material salían a nuestro encuentro
mientras sólo alguna nube esporádica parecía profetizar los males
meteorológicos de los días venideros. Siguiente estación, Kaunas.
A 100 quilómetros al
oeste de Vilnius, este gigante petrificado parecía darnos la bienvenida. Se
llama simplemente 'El Hombre' y es una escultura que no teme exhibir toda su
anatomía desnuda frente a San Miguel Arcángel. Las inmensas cúpulas
neobizantinas de la vecina iglesia católica prestan un inmejorable telón de
fondo al gran bulevar de la Alėja Laisvės. Andando por esta avenida, hacia
el extremo opuesto, se llega hasta el casco antiguo de Kaunas, donde
descubrimos que hay bicicletas eternamente voladoras y gente que va
tranquilamente a tiendas de Drogas (como se conocen aquí las droguerías). En
los restaurantes volvemos a ensayar nuestro inglés portátil y apenas nos
atrevemos con algún dėkoju (gracias, en lituano), arrancando
sonrisas suponemos que indulgentes por nuestra fonética macarrónica. Cae la
tarde y nos vamos a la colina lituana por excelencia.
La Colina de las
Cruces (Kryžių kalnas) se encuentra en la población de Šiauliai y se ha
ganado el apodo de La Meca lituana.
Sus dimensiones son pequeñas -apenas un breve montículo en medio de la nada-,
pero su contenido es incontable. Miles y miles de cruces de todos los tamaños y
estilos jalonan este peculiar santuario que casi nos atreveríamos a describir
como un wiki-monumento o lugar
colaborativo, puesto que son los peregrinos quienes lo construyen diariamente
con las cruces que llevan consigo. Unas de madera, otras de hierro, unas
novísimas y relucientes, otras desvencijadas, Cristos llagados o triunfantes,
primitivos o hiperrealistas: todos caben en este homenaje al abigarramiento que
fue símbolo nacional contra el dominio soviético. Finalmente, otro detalle
abunda en las paradojas del lugar: aquí los souvenirs -las cruces que venden en
la entrada- no se llevan a casa, sino que deben convertirse en partes
integrantes del monumento. Curioso método. Es como si la Torre Eiffel se
hubiera construido con llaveros de la Torre Eiffel.
LETONIA
Día 8: Jelgava, Liepaja y
Ventspils
El horizonte apenas
se mueve mientras llegamos a Letonia (Latvija):
la carretera permanece recta en casi todo el recorrido y los paisajes,
absolutamente llanos, sólo dejan ver extensiones de bosques -no en vano la
producción de madera es uno de los puntales económicos de estos países-. Pinos,
abetos y abedules ocupan dos quintas partes de un territorio, mientras que la densidad
de población parece tendente a cero. Arkadi, un señor orondo poco amigo de
palabras, nos esperaba en Jelgava, ciudad gris de unos 60.000 habitantes donde
el tiempo parece haberse detenido en la época soviética. Sórdidas viviendas de
hormigón rodeaban nuestro apartamento, y los looks también se dirían extraídos del pasado, con señoras ataviadas
con largas faldas y pañuelos en la cabeza y hombres de imponentes bigotes
negros que en cualquier momento podrían soltar una blasfemia en la lengua de
Putin. La tierra letona es la más impregnada de la cultura rusa y de sus
potentes símbolos: ahí está la iglesia ortodoxa de Jelgava, un templo
blanquiazul dedicado a San Simeón y Santa Ana, de espléndida presencia en medio
de la gama de grises. Las archifamosas cúpulas bulbosas o cebollas del arte religioso ruso habrán de acompañarnos como un
estribillo en todo nuestro recorrido.
Hemos llegado a
Liepaja, ya en la costa letona y por tanto asomados a las aguas del mar
Báltico. Aquí se encuentra el distrito de Karosta, una antigua ciudad secreta
que los rusos aprovecharon como base naval, primero en época zarista y después
en el periodo soviético. La retirada del ejército en los años 90 ha dejado un
paisaje singular: enormes bloques de hormigón abandonados y un sinfín de
dependencias militares que han permanecido como testigos fantasmales de la
Guerra Fría.
Cuervos y gaviotas
se repartían aquel día el espacio aéreo (y la banda sonora), mientras se
dibujaban ante nosotros las cúpulas doradas de la catedral marítima de San
Nicolás, en violento contraste con la arquitectura gris y desconchada de los
alrededores. Una abnegada feligresa velaba por el silencio y la limpieza en las
estancias interiores, donde tuvimos que ampliar nuestras breves vestimentas con
velos y pantalones. El olor a incienso vuelve a llenar estos templos tras la
represión soviética, que convirtió muchos de estos edificios en cines,
gimnasios e incluso planetarios.
El otro lugar de
referencia de Karosta es la antigua prisión militar de la URSS, donde nos
convertimos en reos para una cómica y discutible recreación teatral de las
penalidades padecidas en aquellas celdas. La actriz que hacía de carcelera se
metió perfectamente en el papel y no aceptó que nos presentáramos como
originarios de Catalunya. Ese país no existe –masculló-, y, al intentar
explicarle que había un movimiento independentista, dejó clara su visión del
mundo: “a mí el futuro no me interesa”.
Nos despedimos de
Liepaja en su playa de arena blanca y aguas poco profundas. La orilla verdeaba
por las copiosas algas. Ya había atardecido, y un camino de destellos conducía
hasta una pequeña embarcación, que a contraluz y en medio del silencio de los
bañistas nórdicos parecía una imagen soñada.
Seguimos recorriendo
la costa de Letonia y llegamos a Ventspils, donde el dueño de nuestro
apartamento parecía mucho más locuaz que el de Jelgava. Descamisado y de pelo
en pecho, nos recibió con aires de bon
vivant adinerado y no dejó de glosar las bellezas de Barcelona, que había
visitado en una ocasión y donde incluso –ahora que mi mujer no escucha- se echó
una novia fugaz. Los tiburones del Aquàrium también parecían haberle
impresionado bastante.
Ventspils tiene el
inopinado título de Ciudad de las Vacas,
debido a las esculturas de estos animales cuya construcción empezó en 2002 y
prosiguió después con gran fervor de los lugareños, que han adoptado estas
figuras como señas de identidad. La siluetas bovinas se recortan frente al
puerto, imponente y cinematográfico, que aprovecha la desembocadura del río
Venta para el tráfago de sus grandiosos barcos y grúas.
Día 9: Kuldīga y Jurmala
De regreso al
interior, habremos de toparnos con una de las perlas del país, la localidad de
Kuldiga. Al oeste de Letonia pero más bien con aires de Far West americano, sus
amplias calles peatonales con casas de madera aún no han llamado la atención
del turismo de masas, a pesar de su belleza calmosa. La iglesia ortodoxa rusa
eleva sus cebollas coloristas sobre los tejados, algunos amontonados en formas
caprichosas y entre montículos de madera apilada. Y aún nos falta conocer la
principal atracción de Kuldiga.
Ventas Rumba es el
nombre rumbero y salado de este paraje que guarda un secreto insólito: las
cataratas más anchas de Europa. Por contraste, son probablemente de las más
bajas -apenas un metro de altura-, pero impresionantes en sus 249 metros de
amplitud que hacen único este punto del curso del río Venta. Una bella leyenda
se refiere a “la tierra donde los salmones vuelan”, puesto que los viejos
habitantes aseguraban haber visto a estos peces sorteando las cascadas para
desovar en las aguas superiores. Animados por las suaves temperaturas,
decidimos darnos un chapuzón e incluso trepar por los saltos de agua, emulando
la antigua gesta de los peces voladores. Nuestras vidas son los ríos que van a
parar a la mar, decía Manrique; también a veces somos los tenaces salmones que
nadan contra la corriente.
Días
9-10: Riga
Tras haber pasado
por Jurmala y su llamativa iglesia ortodoxa de tonos azules llegamos finalmente
a Riga, la capital de Letonia emplazada en el tramo final del Daugava. Este
río, conocido como el Rin del Báltico,
alcanza aquí una amplitud portentosa: a pie, sus puentes no se cruzan en menos
de 5 minutos. Las esbeltas agujas catedralicias nos dieron la bienvenida a la
que presume ser la mayor ciudad del cinturón báltico, con cerca de 700.000
almas.
Nadie dirá que la
policía de Riga no colabora con las labores recaudatorias. Enfrascados en la
búsqueda de nuestro apartamento, pasamos involuntariamente frente a la
residencia presidencial (el castillo de Riga), lugar de paso prohibido para los
vehículos. Un agente bigotudo se acercó a nosotros para interrogarnos en estilo
intimidatorio sobre las grandes preguntas existenciales: quiénes somos, de
dónde venimos, adónde vamos. Final de la conversación: 20 lats (unos 30 euros)
que acabaron sospechosamente en sus manos sin constancia documental alguna.
Un matrimonio de
cincuentones –ojos azules, acento ruso- nos entregó las llaves del apartamento
y procedimos a explorar las calles de Riga. Grandes escenarios y una plétora de
terrazas inundaban aquel día el casco antiguo, donde resonaba la voz de un
cantante de orquesta versionando el Johnny
B. Goode. La cadencia cincuentera de este rock parecía introducirnos en
aquella fiesta de Hill Valley donde Marty McFly se dejaba la piel (y las manos)
para que sus padres se conocieran y se enamoraran.
Después, ya saben, tocaría Regresar al Futuro.
Riga se codea con
Vilnius en belleza, aunque su trazado es mucho más compacto en comparación con
la lánguida y barroca capitual lituana. Los puntos fuertes de Riga son sin
duda sus plazas, con fachadas que se
alternan como dominós de colores, empezando por la fastuosa e irregular plaza
de la catedral. Este templo luterano levanta su elegante sombrero oscuro y
rivaliza a lo lejos con la otra gran construcción riguesa, la iglesia de San
Pedro, cuya aguja formidable alcanza los 123 metros.
En lo alto de la Petera Baznica se obtiene una vista
imprescindible de Riga y desde aquí quizá se compra más fácilmente el generoso
apelativo de París del este. En
lontananza, la torre de comunicaciones pasaría como una Torre Eiffel galáctica,
custodiando las aguas del Sena-Daugava. Asoman también las cúpulas doradas de
la iglesia ortodoxa de la Natividad: en su interior, un Cristo bizantino
sobrecoge a los visitantes, surgiendo entre las nubes en la gigantesca bóveda
principal.
La lluvia no tardó
en aparecer, arruinando el espejismo soleado de los primeros días. El
chubasquero es aquí el uniforme oficial y el mejor aliado en caso de aguacero
traicionero. Dejamos para los ingenieros de Google Glass la invención de
parabrisas para las gafas; una necesidad tan perentoria bien merece su solución
tecnológica. En cuanto al frío, a la hora de cenar las señoritas reciben mantas
para guarecerse de la frescura nórdica en las terrazas de los restaurantes. La
mejor elección culinaria, las delicias del pescado ahumado.
En el mercado, a
mediodía, fresas y frambuesas colmaban las paradas, festoneadas también con el
color del melón y el pimiento amarillo. Atravesando la zona de la estación,
llegamos a la imponente Academia de las Ciencias terminada en 1958. El
coronamiento escalonado de este rascacielos podría evocar el Empire State
Building, pero en realidad es una de las piezas maestras del arte monumental
soviético, con réplicas casi idénticas en Varsovia y Moscú. Orden, laicidad,
disciplina: la estética del socialismo
real no pasa desapercibida. Cuán diferentes, por ejemplo, las líneas de la
Biblioteca Nacional, al otro lado del Daugava y construida tras la
independencia de Letonia. Como una montaña caprichosa de cristal, el nuevo
templo de la cultura reivindica el gesto asimétrico y la libertad posmoderna
que emergieron tras el derrumbe del telón de acero.
La galería de
fachadas de Riga nos depara no pocas sorpresas, como los Tres Hermanos del
casco antiguo, una tríada de casas dispares erigidas desde el siglo XV, o la
floración de detalles modernistas en el llamado Centro Tranquilo, dedicado casi
por completo al Art Nouveau. Por las calles Alberta y Elizabetes desfilan
rostros gigantescos contemplando a los transeúntes, búhos de siluetas
geométricas o mujeres mitológicas que abren las fauces o exhiben sus dones
pectorales. El ruso Mijaíl Eisenstein, padre del famoso cineasta, diseñó algunos
de estos edificios caprichosos, nacidos en el Jugendstil y primos hermanos del modernisme barcelonés, aunque incomparablemente lejos de la
radicalidad gaudiniana. La milla de oro del modernismo letón se completa con
ventanas ovoidales, chaflanes espectaculares y tribunas prominentes. Toda esta
coquetería burguesa se lleva el 90% de las postales turísticas, pero un
servidor, si le dieran a elegir, se quedaría con un edificio menos conocido, en
el número 11 de la calle Alberta. Allí, eclipsado por otras fachadas más
vistosas, se alza el bloque de viviendas diseñado por Eizens Laube, maestro del
Romanticismo Nacional, que rinde homenaje al alma letona con sus toscas
tribunas pardas. Austero y extraño, moderno a pesar de su intención patriótica.
Una pequeña perla.
Ya ha anochecido
sobre Riga, mientras la música no se cansa de desafiar al mal tiempo. Al otro
lado del río Daugava, con el viejo skyline
enfrente, el festival Re Re Riga!
ofrece sus ritmos acelerados a los valientes que no teman mojarse. Bien es
cierto que los bálticos están avezados a estas inclemencias y han diseñado
grandes burbujas transparentes, carpas de formas esféricas para que podamos
degustar la última cerveza resguardados de la lluvia que no cesa.
Día 11: Sigulda, Cēsis y Tartu
Los últimos destinos de Letonia nos aguardan hacia el norte, en los
enclaves medievales de Sigulda y Cesis. Un teleférico proporciona una magnífica
vista sobre el río Gauja en los dominios discretos de Sigulda, cuyo castillorojo nos observa desde lejos. Recorriendo su circuito verde nos asombran unas
ruinas ocultas en el bosque, con la mejor luz de un cuadro de Friedrich, así como
una gran casa señorial de piel desconchada y aires coloniales.
Los vestigios del pasado letón prosiguen en Cesis, con su castillo de
piedra robándole el plano al campanario gótico de San Juan. Mientras los
turistas admiraban las bellezas de la villa, unos cuervos se daban el festín
con los restos de las mesas de un restaurante. Les deseamos un buen provecho
mientras ponemos rumbo a Estonia.
ESTONIA
Una rareza toponímica nos sale al encuentro en la frontera entre Letonia y
Estonia. Un mismo pueblo ha quedado partido entre ambos países, de modo que se
denomina Valka en el lado letón y Valga en el lado estonio. Una sola letra
puede dividir naciones: valka esta anécdota para corroborarlo.
Tartu es el Oxford estonio: aquí se concentra la vida universitaria del
país, y algunos de los detalles más bellos de la ciudad rinden homenaje a la
condición estudiantil. Véase la estatua de los alumnos besándose bajo un
paraguas, en la plaza del ayuntamiento a la que sólo le faltan las notas de Love Story. Hemos dejado atrás el mundo
cultural báltico propiamente dicho –Lituania y Letonia, con lenguas similares-
para explorar una nación más próxima a los aires escandinavos de Finlandia. El
cambio se percibe en la mayor modernidad de usos y espacios, y sobre todo en
los precios: Estonia tiene la suerte o la desgracia de ser –hasta día de hoy-
el único de los estados bálticos que ha adoptado el euro, con las consabidas
subidas y redondeos que tienden a vaciar bolsillos. Como presagiando el destino
de Europa, espectaculares bandadas de cuervos recorrían aquel día el cielo de
Tartu, rasgando el aire con sus graznidos. En el refranero, estas aves tienen
fama de sacar los ojos a los inocentes, pero qué majestuosas son cuando van todas
juntas: que baje Hitchcock y lo vea.
Otra de las esculturas singulares de Tartu se encuentra en una calle
arbolada y nos presenta a un bebé cogido de la mano a un adulto de su mismo
tamaño, consiguiendo un inquietante efecto óptico: ¿quién es el grande, quién
es el pequeño? Me hice una foto entre ambos, sin sospechar que estaba creando
una estampa perfecta para recordar mis últimas vacaciones como veinteañero.
Pues sí, parece que de los 25 a los 30 pasan rápido.
Días 12-13:
Tallinn
Y hemos llegado a Tallinn, la capital estonia mayormente conocida en el
imaginario español por aquella actuación de Rosa López en Eurovisión (2002) que
causó una trombosis emocional en el país. Por algún motivo, se consideraba
justo y necesario que aquella joven granadina se alzase con la victoria y
consiguiera su premio a la superación personal (y calórica). Europa vivió una celebration pero finalmente, como es
bien sabido, el patito feo no se convirtió en cisne. Siempre recordaré el espíritu
deportivo de una de sus compañeras de Operación Triunfo: “Que le den por culo a
todos los mundos, Rosa, que tú eres la mejor”. España es la mejor, y sobre
todo, is different.
Perdónanos, querido lector, por este breve rodeo friqui-nostálgico, y ahora
sí, adentrémenos de pleno en Tallinn, la más tematizada y casi disneyana de las ciudades bálticas. Debe
de ser que los centros amurallados son un producto demasiado goloso para los
ayuntamientos y turoperadores, el caso es que el núcleo medieval de la capital
estonia se ha transformado en lo más parecido a un distrito de Port Aventura.
Para más inri, nos alojamos en un hotel pretendidamente caracterizado como un
castillo, donde nuestras habitaciones ocupaban claustrofóbicos sótanos y las
camareras reponían la mantequilla con faldas de telefilm artúrico.
Haremos bien en olvidar todos los artificios y disfraces de época, a veces
especialmente ridículos, para gozar mejor del patrimonio arquitectónico de
Tallinn, en el que descuella una esbelta torre parecida a un minarete. Al
parecer, un viaje por el Oriente inspiró al autor del ayuntamiento medieval,
uno de los edificios más singulares del casco antiguo que preside una gran
plaza. La otra atalaya de Tallinn es San Olaf (Oleviste Kirik), una gran iglesia gótica de tez blanca que llegó a
ser el edificio más alto del mundo según reza la prosa turística. En su
cabecera exterior, unos bajorrelieves de la Pasión de Cristo atestiguan la rica
iconografía que precedió a la reforma protestante y su furia contra las
imágenes.
Una fachada cautivadora se esconde en la iglesia de San Nicolás (Niguliste kirik). En su lado norte,
pintado de azul, un hermoso entrelazado de piedra va ribeteando un hastial
barroco mientras los vértices lucen unas extrañas figuras primitivas de santos
con rayos en la cabeza. Y no puede faltar la huella ortodoxa: la muy
fotografiada catedral de Alejandro Nevski, con sus altas cúpulas negras
asediadas aquel día por un intenso chaparrón. En un instante soleado, una
gaviota se posó sobre un mirador y quiso regalar su belleza inmóvil a los
disparadores de flashes.
Tras devolver nuestro coche de alquiler, aún tuvimos tiempo para conocer
de un vistazo el barrio de Kadriorg. Esta zona cercana al mar –subdistricto- tiene
su mayor tesoro en el palacio barroco dedicado a la princesa Catalina I de
Rusia, un conjunto pequeño pero claramente fascinado por los modelos
versallescos. En los alrededores, un inmenso parque urbano despertó nuestra
envidia cochina de mediterráneos, y una vanguardista iglesia de cristal de
culto metodista competía con la humildad de madera de una singular iglesia
ortodoxa, dedicada a San Simeón y Santa Ana.
Quizá era por el tiempo, aquel día apagado y ceniciento, pero la arena de
la playa de Tallinn nos pareció oscura y casi negruzca comparada con el blanco
litoral letón. Ya atardecía, y la vieja ciudad ganaba enteros contemplada desde
lejos. El bosque de pináculos góticos lucía entre brumas, con las bulbosidades
de Alejandro Nevski como exótico contrapunto. Por allí transitaban los ferries que al dia siguiente debían
llevarnos hasta Helsinki.
FINLANDIA
Día 14: Helsinki
Tras dos horas de trayecto bajo un cielo plomizo, llegamos hasta la capital
finlandesa, uno de los lugares que me parecía más lejano y críptico cuando lo
estudiaba en el colegio. Debe de ser por esas haches y kas de la ciudad, que me
hacían confundirla con Reykjavik, o por la imagen de frontera del mundo que
suscita erróneamente el nombre de Finlandia (“la última tierra”). El destino
quiso que fuera también la última tierra de nuestro periplo por el báltico.
Cercana y a la vez muy lejana a los países que hemos visitado hasta ahora,
Helsinki luce su plena filiación escandinava. Tranquila y cosmopolita, moderna
y rendida al diseño, la ciudad parece llevar con discreción el hecho de tener
uno de los mayores índices de calidad de vida del mundo. A los catalanes
siempre nos ha seducido el “nord enllà” que cantaba Espriu, y lo imaginamos
como un lugar limpio, avanzado y socialdemócrata. Si Helsinki no pertenece a
este lugar, por lo menos lo disimula muy bien.
Encarada al mar Báltico y salpicada de islotes, la capital finlandesa se
permite pocas expansiones monumentales, aunque éstas son impresionantes. La
plaza del Senado, con su color amarillo dominante, tiene poco que envidiar a
algunos de los grandes cuadriláteros de París, Roma o San Petersburgo. Allí se
alzan las colosales cúpulas blancas de la catedral, una imponente edificación
neoclásica que rivaliza con la otra catedral, la iglesia ortodoxa de Uspenski,
dedicada al misterioso dogma de la Dormición de la Virgen. El cristianismo
oriental enfatiza la idea de que María ascendió a los cielos sin pasar por la
muerte, sólo a través de un apagamiento o suave dormición que no parece una
mala manera de terminar nuestra peregrinación por este mundo.
Estábamos en el templo de Uspenski, la catedral ortodoxa más grande de la
Europa occidental y de clara evocación moscovita con su aire de fortín
enladrillado. El edificio se alza casi en primera línea de mar, en un recodo
del sinuoso litoral de la ciudad. En sus muchos puentes no falta la tradición
nórdica de los candados del amor, montones de estas piezas colgadas en las
rejillas para inmortalizar mil y un romances anónimos. El peligro es que el
amor nos ciegue y un golpe de viento se lleve alguna de nuestras pertenencias
al agua: en nuestro caso, tuvimos que perseguir la funda de un paraguas,
ofreciendo una grata comedia bufa a los autóctonos, que nos observaban con
sonrisas paternales.
Algunas rarezas merecen ser vistas antes de abandonar Helsinki, aunque se
tenga mucha prisa y poca paciencia con el clima. Una de ellas es la ruta de los
niños-monstruo, esculturas de gran tamaño esculpidas en la via pública que
muestran bebés gigantescos con rabo de mono o alas de murciélago (esperemos que
no den ideas a la experimentación genética).
Y la última, uno de los templos menos ordinarios que jamás hayamos
visitado.
La Temppeliaukio Kirkko es una
iglesia excavada bajo tierra, y apenas se delata en el exterior con su cúpula
obtusa y medio hundida. Las imágenes aéreas dan fe de su tremendo parecido con
un platillo volante incrustado en plena ciudad. Lo que parece un vestigio
alienígena o unas antiguas catacumbas en realidad es un edificio moderno,
concebido a finales de la década de los 60 por los arquitectos Timo y Tuomo
Suomalainien. Temppeliaukio significa
sencillamente “plaza del templo” y fue el lugar elegido en los años 30 para
ubicar una futura iglesia. Lo que quizá no imaginaban sus promotores es que el
proyecto definitivo sería algo así como una gruta con acabados acristalados.
Emplazada en la misma roca del subsuelo, en pleno corazón de Helsinki, goza de
una de las mejores acústicas de la ciudad. Unos alaban su austera fusión de
naturaleza y misticismo; otros tiran de humor socarrón y conocen esta iglesia
como “el búnker de defensa anti-diablo”, el mejor sitio para acabar nuestro
viaje. Quisiéramos despedirnos en estuano, pero nuestra inventiva no da para
tanto. ·
Diario de viaje 5-14 agosto de 2013
Lituania-Letonia-Estonia-Finlandia
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