FERRAN SÁEZ MATEU
“Uno se pregunta si su naturaleza es la de un ciudadano o la de un simple figurante cuya función en la vida consiste en indicar cómo se va al Park Güell (‘go up Verdi street…’)”
En 1982, cuando llegué a Barcelona para iniciar mis estudios universitarios, la ciudad parecía desvanecerse. Había dejado atrás el trajín productivo de los 60 y la efervescencia cultural de los 70, pero todavía no se había reinventado a sí misma gracias a los Juegos Olímpicos de 1992. Barcelona estaba en punto muerto, con un pie en la penumbra sifilítica de la calle Robador y otro en los renqueantes colmados del Eixample, con sus cajas registradoras prehistóricas y sus dependientes nonagenarios cubiertos por una bata raída (“Vol aguna cosa més, jove?”).
Esa agonía contrastaba con la ‘joie de vivre’ de Madrid, donde se publicaba la pretenciosa revista ‘La Luna’, verdadero manual de instrucciones de ‘la movida’. En Barcelona, los cantautores habían enmudecido y los bares donde aún se podía hablar en voz baja se convertían en hamburgueserías. Con el tiempo supimso que nada de aquello era lo que parecía: la Barcelona de los 70 o el Madrid de los 80 estaban plagados de cantamañanas, poetas de deuda y halitosis, e intelectuales que siempre estaban a punto de escribir su primer libro. Con el paso de los años, aquella suma de fracasos personales se saldó con un resentimiento politizado que le echaba la culpa de todo al catalanismo. Pero eso ya es otra historia.
Los fastos olímpics transformaron la ciudad en un enorme plató que barrió viejos estratos de putrefacción acumulada. En aquellos días, Barcelona olía a recién pintada y a dinero nervioso, y el sudor de los atletas se mezclaba con el perfume de las divas. Al son de himnos solemnes, las tarjetas de crédito delataban euforia y restos de cocaína. Parecía como si la ciudad hubiera sido agraciada con una segunda oportunidad, concedida in extremis. Desde los primeros croquis que fantasearom los grandes obras públicas relacionadas con los Juegos Olímpicos hasta hoy han pasado casi veinte años. Ya nada huele a nuevo, y lo que en su tiempo fue diseño rompedor o urbanismo arrogante –aquellos bares con taburetes imposibles, aquellas plazas de cemento ‘cool’- tiene hoy algo de cincuentón con peluquín y bigote teñido. La Barcelona de aquella época ya no sorprende, quizás porque fue imitada en todo el mundo. El mérito es innegable; su caducidad también. La patética tentativa del Fórum 2004 confirmó que el truco de recomponer periódicamente una ciudad a golpe de eventos internacionales ya no cuela.
Sin embargo, el legado más preocupante de la Barcelona olímpica está más relacionado con un cierto estado de ánimo que con un conjunto de reformas urbanas, por otra parte necesarias. Una especie de decreto no escrito dejó consignado que el destino de la ciudad era el monocultivo del turismo, acompañado de sonrojantes vaguedades sobre la sociedad del conocimiento y otros metarrelatos posmodernos.
Como proyecto de futuro desemocaba en un siniestro marasmo de sombreros mexicanos, de sangría gastrítica, ‘gadgets’ de Gaudí y cafés malos a tres euros la taza. Ante esta perspectiva uno se pregunta si su naturaleza es la de un ciudadano o la de un simple figurante cuya función en la vida consiste en indicar cómo se va al Park Güell (‘go up Verdi street, and then turn right…’). De hecho uno acaba sospechando que forma parte esencial del engranaje de un enorme negocio del que no recibe dividendos, sino molestias.
Severamente tutelada por un dirigismo institucional que desde finales de los 80 transformó el urbanismo en un cóctel indigesto de utopías fracasadas, Barcelona oscila entre el parque temático y la especulación salvaje, entre el silencio del museo y el estruendo de los ‘hooligans’ que invaden regularmente la Rambla. Esa inercia es, al fin y al cabo, una consecuencia indirecta e indeseada del inaudito éxito olímpico de 1992, cuando los perros (con pedigrí, por supuesto), se ataban con longanizas (deconstruídas, naturalmente).
Barcelona cuenta con un patrimonio arquitectónico único y está –y estará- ligada a la industria del turismo. Y que sea por muchos años: nadie en su sano juicio discute eso. La cuestión es otra: la de los límites razonables de esa actividad, que coinciden con los de otros sectores productivos que han sido arrinconados sin prisa pero también sin pausa. Una ciudad equilibrada, una ciudad que quiera ser algo más que un decorado transitado por figurantes, debe recuperar una parte sustancial del tejido productivo que marcó su identidad. No se trata de construir altos hornos en mitad de Eixample, evidentemente, pero tampoco de recrear a gran escala la tan catalana afición a los pesebres vivientes.
FERRAN SÁEZ MATEU EN CULTURA/S DE LA VANGUARDIA, 19/3/2008