La verdadera capital del formalismo fue la Viena imperial, hasta 1918. Th. W. Adorno ha dicho que la juventud intelectual de entonces era formalista por falta de realidad disponible. Como los empleos estaban sólo en Alemania y las casas eran muy pequeñas, tenían que refugiarse en el café y jugar al ajedrez, intercambiar versos o cultivar la lógica. Pero de ahí saldrá la mejor escuela de historia del arte, basada en la capacidad de ver los sistemas de formas –incluso soñando con una “historia del arte sin nombres”, como pura evolución del sentido del espacio.
SE HA TARDADO mucho en reconocer todo el valor que para la “historia del espíritu” –si cabe emplear aquí ese término alemán- tiene la Viena del cambio de siglo, “el fin del imperio”. Era inevitable que quedara en penumbra en comparación con París –“la capital del siglo XIX, como la llamó Walter Benjamin, aun cuando la aventajara ya en poder real Londres, poco dada a una política de difusión cultural como parte de la expansión imperialista-. Pero es que también ocurría algo de lo mismo respecto a Berlín, que, no sólo en lo militar, lo económico, lo industrial y lo técnico, sino en ciertos aspectos culturales, representó para Viena, quizá injustamente, el motivo de un “complejo de inferioridad” –término vienés, por cierto-.
Y es que los propios vieneses de entonces no sabían que eran tan importantes como ahora resultan ser en nuestra visión del pasado inmediato de la cultura. Todo ello con un elegante desánimo, en parte íntimo, pero en parte debido a la conciencia de que el país –el Imperio- no tenía por delante verdaderas posibilidades de grandeza a la moderna. Todo ese período fue un “alegre apocalipsis” como diría retrospectivamente uno de ellos, Hermann Broch, para caracterizar el estado de ánimo vienés desde el momento en que empieza nuestra rememoración más admirativa: el “vacío de valores” por el que Viena podía considerarse “centro del vacío de valores europeo”.
Cuando esa guerra que se empezó creyendo que los soldados austrohúngaros, tras dar un escarmiento a Servia, estarían de vuelta en casa para celebrar las Navidades de 1914, fue encaminándose a su fatal catástrofe como Primera Guerra Mundial, algunos incorregibles bromistas vieneses dijeron que, mientras el Estado Mayor alemán había afirmado “La situación es seria, pero no es desesperada”, el Estado Mayor austrohúngaro habría dicho en otra parte: “La situación es desesperada, pero no es seria”.
En efecto en esa “época de oro” vienesa era difícil tomar nada en serio, no sólo porque los valses y las polkas consolaran de los desastres, sino también porque los pensadores más rigurosos y los literatos más sugestivos eran los primeros en señalar que, al fin y al cabo, todo es cuestión de palabras.
José María VALVERDE, Viena, fin del imperio, en Historia de las mentalidades, Obras Completas / foto: Dánae, de Gustav KLIMT