14 junio 2015
‘Jurassic World’: esto no es un dinosaurio
por JOAN
PAU INAREJOS
Nota: 6,5
Volver a los mitos es peligroso. Cuando los visitamos de nuevo, a veces no son como la última vez, y uno se
queda con una incómoda sensación de sí, pero no (pongamos que hablo de Indiana Jones 4). Una sensación culposa, un remordimiento infantil por haber querido
cruzar las alambradas y pisotear estos veinte años para volver a verlos. Para
volver a oír esas notas gloriosas de John Williams. Por qué nos hacéis esto.
La manía de hacerlo todo más
grande, más numeroso, más siliconado –más
dientes, es el lema de la película- nos lleva a esta secuela rejuvenecida y
resultona que se presenta como reinicio de la saga y que quizá, admitámoslo,
sea la mejor de sus continuaciones. Un Jurassic Park definitivamente convertido
en parque temático global, a pesar de las maldiciones prometeicas que
castigaron a sus creadores, y con la alteración genética como nueva golosina
fatídica.
Colin Trevorrow y la alargada
sombra de Steven Spielberg juegan astutamente a la autoparodia en esta isla
fantasía donde los niños montan pequeños triceratops y los espectadores,
extasiados, asisten a los saltos acrobáticos de un monstruo marino gigantesco –lástima
que los tráileres hayan reventado esta escena formidable, impactante, llena de ironía: ¡el
dinosaurio devorando nada menos que al tiburón spielbergiano!; volvemos a lo de antes, más grande, más
fuerte, más dientes-. Sin embargo, algo nos dice que no estamos en Marina d’Or y que la
sangre no tardará en manar a borbollones.
La cuarta entrega jurásica
dispone, fugazmente, de aquellos momentos de suspense terrorífico que hicieron
inolvidable la cinta de 1993, como la desaparición misteriosa del Indominus Rex
–esos arañazos en el muro– o la caída de ciertas gotas de sangre, desde una
fronda chorreante, en el momento preciso. Otros son de cosecha propia y miran a
Hitchcock con irreverencia –aleteando a placer, y hasta aquí podemos leer–. Como estamos en el siglo XXI, toca sustituir los jeeps por burbujas motorizadas
súper futuristas, pero eso casi se lo perdonamos.
Lo que duele más en este Jurásico
talla XXL, lo que no podemos indultar, es la falta de magia y la tristeza de un guion
que no acaba de encontrarse a sí mismo (“Esto no es un dinosaurio”, dice un niño en la película, ignorando la resonancia autocrítica de la frase). El artefacto de Trevorrow-Spielberg
acusa serias dificultades para fijar el tono entre el terror, la aventura
infantiloide y la supuesta parábola social-ecológica. No sabemos si es una
diatriba contra la sociedad del espectáculo que humilla la naturaleza –en todo caso muy disimulada y superficial–,
una defensa de la dinolandia zoológica frente a las oscuras aspiraciones
militares de algunos villanos –que por cierto merecen vidas y muertes menos mediocres– o
ninguna de las dos cosas.
Por otra parte, cuesta empatizar
con un homenaje a Jurassic Park donde no aparece ninguno de los actores
originales, o donde brillan
por su ausencia iconos esenciales de la dinomanía –nuestro vaso, ¿dónde esta
nuestro vaso?–. Huelga decir que las guapetonas presencias de Chris Pratt y
Bryce Dallas Howard quedan a años luz de aquellos paleontólogos cómplices y
sucios de arena que pegaban un salto al ver a los primeros y lejanos brachiosaurios.
Aunque se incluyan guiños al pasado –uno de los miembros de la parejita
también tiene fobia a los críos, pero luego viene el cariño y tu ya me
entiendes–, los personajes humanos son blandengues y su trama carece de todo interés.
Suerte que el rey de la selva, sin mutaciones genéticas ni mandangas, reaparece
para recordarnos quién manda aquí y quién merece el Oscar al mejor rugido.
‘JURASSIC WORLD’, de COLIN TREVORROW
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