Por Joan
Pau Inarejos
Diario de viaje 2-5
enero 2014
Laura Solís y Joan Pau
Inarejos
Para un aerófobo como yo, Londres ya tiene un
pedacito de cielo ganado: es la primera ciudad a la que he llegado dormido.
Sentir el zarandeo de la azafata, tan apático y doméstico, en lugar de los
terrores del aterrizaje, eso, amigos míos, no está pagado. Aunque la química ayuda, quiero creer que el año nuevo y el espacio aéreo de la city han conspirado a favor de mi salud
psicológica.
Pido excusas por empezar un diario de viaje
hablando de mí, pero a veces el modo en que se entra y se sale de un lugar es
casi tan importante como los encantos y experiencias que se descubren en él
(los peregrinos de Santiago podrían decir mucho a este respecto). Decíamos ayer. Ocho de la
mañana. Plácida mañana de enero. Aterrizamos en Stansted.
Mañana plácida en Londres: nadie lo diría
viendo los noticiarios. El temporal todavía colea en Inglaterra tras dejar en
tierra a miles de pasajeros. Uno de ellos es mi hermano mayor, que vive en el
suroeste del país y con quien no pudimos celebrar la Navidad. Ahora él ya se
encuentra en casa con la familia tras haber podido tomar un nuevo avión, mientras yo me he
evadido a la tierra de Shakespeare y de los nuevos emigrantes. Curiosos cruces
de la meteorología y de la familia.
A la capital británica la asiste una eterna fama de ciudad neblinosa. Nadie imagina a Jack el Destripador, a Philleas Fogg, a
Mr. Hyde o al saltarín Peter Pan sin ese telón de fondo blanquecino y vagamente
romántico. Sin embargo, la niebla londinense no es más real que aquel chiquillo
que se negaba a crecer y que buscaba su sombra en la casa señorial de los
Darling.
En realidad, la leyenda sobre la niebla
londinense tiene unos orígenes muy crudos, y desde luego nada literarios. La
combinación de la niebla invernal del Támesis –que la hay, tan densa como la
del Ebro o el Danubio– con el humo pertinaz de las fábricas generó desde el
siglo XIX un fenómeno conocido como smog (de smoke, humo; y fog,
niebla), una atmósfera amarillenta o “sopa de guisantes”, como Dickens la
describió, que desembocó en una fatal mortandad en 1952. La niebla es un
cuento, pero el Gran Humo no es ninguna broma.
Afortunadamente, y mientras algún apocalipsis
zombi-nuclear no lo impida, hoy Londres se puede admirar sin cortinas tóxicas.
El autobús del aeropuerto, con gran olfato turístico, entró por los
rascacielos de la City y nos condujo por la orilla sur del río, el mejor lado
para primero atisbar, y luego admirar los perfiles que han hecho esta urbe
mundialmente reconocible.
La hora del mundo
El momento matutino es bueno para apreciar los
tonos dorados del Big Ben. Desde hace un siglo y medio, el reloj del Parlamento
inglés, conocido por el nombre de su campana mayor, viene marcando la hora del
mundo. Cerca de aquí también se encuentra el emplazamiento de Greenwich, lugar
del primer meridiano y barrera indeleble que nos divide a todos entre una hora
menos y una hora más. Aunque hoy la hegemonía se ha movido 5.000 km hasta Nueva
York, Londres conserva su puntual prestancia como antiguo meollo del mundo. Sí,
los neyorquinos tienen el faro de la libertad construido en piedra; pero ellos
siguen marcando la hora. Por si había alguna duda, desde 2012 la Clock Tower se
llama Elizabeth Tower, en honor a la dueña del reloj de toda la Commonwealth.
La Venus de Trafalgar
Tras visitar la abadía de Westminster, donde aún
parece resonar el Candle in the wind
que Elton John dedicara a la princesa Diana, tomamos la calle del Parlamento.
Como cualquier turista que se precie, metemos las narices entre las rejas de
Downing Street, donde se adivina, más que verse, la residencia del primer
ministro. De esta modesta puerta negra han salido los Thatcher, Blair o Cameron
portando recortes, terceras vías o discursos de hierro según soplaban los
vientos de la historia. La avenida Whitehall nos conduce hasta el otro nudo imperdible
de Londres: Trafalgar Square. La estatua del almirante Nelson recuerda el
orgullo naval inglés frente a las tropas napoleónicas, y, con la inopinada
colaboración de un gallo azul, custodia las puertas de la National Gallery.
Los museos gratuitos de Londres son el mejor
aliado del clima invernal. Cuando a las 3 de la tarde (¡a las 3!) el sol
empieza a declinar, la historia del arte nos recibe con los brazos abiertos y
sin pedir nada a cambio, más allá de las colaboraciones voluntarias en una
urna. Los cuadros de la National Gallery son tan poco celosos que incluso se
pueden ver desde el exterior. El Whistlejacket,
un caballo encabritado pintado por George Stubbs (siglo XVIII) casi parece
dispuesto a saltar por la ventana. Por lo demás, la sala de pintura española es
un verdadero regalo para los que amamos a Velázquez y Zurbarán. El primero
tiene aquí custodiada su mágica ‘Venus del espejo’, desnudo de espaldas que no
cesa de contemplar su perfección rosácea, así como la ‘Inmaculada’ de 1618, una
Virgen-niña de excepcional rostro iluminado. En cuanto a Zurbarán, el maestro
de los monjes y los atuendos, puede admirarse su ‘San Francisco en éxtasis’,
puro y tenebroso. Otra joya, esta pequeña y muy modesta: el ‘Hombre leyendo en
una mesa’, breve lienzo atribuído a un discípulo de Rembdrandt que asombra por
su captura hiperrealista de la luz.
Las luces de Londres
Mientras los pintores ensayan todos los matices
de la luz, afuera ya ha anochecido. Tras la plaza de Trafalgar empieza el
desfile del colorido y el neón: desde los teatros del West End hasta el
exotismo de Chinatown y sus arcos decorados con aroma de parque temático. Los
Miserables conviven con los cielos de lámparas rojas, y los colmados asiáticos
con comedias calificadas de “irresistibles”. Todo está permitido bajo los focos
de Londres, que podría hurtar justamente a París el calificativo de Ciudad de
las Luces. No es necesario dejarse deslumbrar por las magnas prédicas
publicitarias de Piccadilly Circus: todo el centro de la metrópolis está
iluminado con generosidad y con buen gusto, con mucha más alegría (y libras
esterlinas) que las tristes noches barcelonesas de la Rambla. Qué se le va a hacer.
Ellos inventaron la bombilla. (Me llevo la visión inolvidable e infotografiable
desde el puente de Waterloo a una hora indeterminada del anochecer: a un lado,
los rascacielos y la cúpula de San Pablo, suaves y azulados; al otro, la noria
y el lejano Big Ben con su verde resplandor).
Aunque la ciudad no duerma, como la Nueva York
de Sinatra, nosotros no gozamos de ese privilegio y debemos encaminarnos a
nuestra guarida, localizada en el barrio de Bayswater y no muy lejos de los
primores pijos de Notting Hill. En una engañosa calle, repleta de fachadas de
blanco suntuoso, nos esperaba el recepcionista del hotel, un señor perezoso y
cobrizo. Con su acento indobritánico, nos condujo a una habitación minúscula y
disparatada, donde era imposible estirar las piernas y tener la televisión
encendida simultáneamente. Pesadillas del low
cost.
El metro y sus poemas
Amanece en Londres. Día nuboso. Para ordenar el
caos urbano, los londinenses han inventado una ciudad bajo la ciudad llamada Underground. El metro, uno de los
mayores del planeta, ya se reconoce por méritos propios como uno de los
símbolos londoners y parte
fundamental de su historia intestina. Lo plasma a la perfección un cartel con
motivo del 150 aniversario del suburbano: las líneas enmarañadas brotan bajo el
suelo de la urbe como sus mismísimas raíces.
Hay que reconocerlo. Los londinenses atesoran un
gran talento para los eslóganes. Cortos e incisivos. Desde el prebélico y
cauteloso Keep calm and carry on
(1939) hasta el más épico “Sangre, sudor, y lágrimas” de Churchill (1940), las
frases ligadas a esta ciudad sintetizan a la perfección todos los grados del
alma humana. Incluso han conseguido exportar un mensaje tan prosaico como el Mind the gap! (1969), es decir, “ojo con
el hueco” –entre el andén y el comboy–, sintagma que se ha prestado a todo tipo
de tuneos irónicos y turísticos. Los ingleses, muy zorros ellos, dominan tanto
el carácter gentleman (caballero) como
el pedestre (pedestrians = peatones).
En casa de la Reina
Enseguida pondremos los pies en la City, tan
antigua y moderna a la vez, pero antes no podemos dejar de visitar, aunque sea
fugazmente, el hogar de la Reina. Apartada y gris, la arquitectura de Buckingham Palace parece la mejor condensación de esa monarquía a veces imputada por el
pueblo llano por delitos de dureza sentimental. Al drama de Lady Di me remito:
su recuerdo no cuesta de encontrar en las postales, en los monumentos, incluso
en el suelo que pisamos donde lucen medallones con su nombre. Los ingleses se
resisten a olvidar su sonrisa, hoy apenas eclipsada por la más mediocre y
resultona de Kate Middleton.
La guardia real, con sus marchas absurdas y sus
gorros peludos, me hace pensar en Mr. Bean y aquel gag cruel en el que ponía a
prueba la inmovilidad de los siervos de Su Majestad. Más allá de estos
soldaditos de plomo, a veces un tanto ridículos, la mitología de la reina
parece por encima de discusiones y contingencias. Algo personal, casi
psicoanalítico, tienen los ingleses con sus mujeres reinantes. Victoria dio
nombre a toda una era de la estética y la moral. La Reina de Corazones
demuestra a la intrépida Alicia de Carroll quién manda aquí. Isabel II aguarda
su final sin despeinarse. Amada o temida. The queen.
Y ahora sí: dejamos la ciudadela de la reina y nos
vamos a la City.
La City
La geografía londinense tiene este capricho. La
llamada City está muy alejada de las
sedes del gobierno, el parlamento y la monarquía, y sin embargo es el verdadero
centro histórico. Los torreones de la Torre de Londres nos lo recuerdan: el
cuadrilátero medieval atestigua los tiempos fundacionales en que el poder
todavía no había hecho las maletas hacia el oeste (ciudad de Westminster). He
leído una definición urbanística de Londres tan pedante que parece graciosa:
“hemipléjica y bipolar”. Hemipléjica, puesto que el lado norte del río está
hiperdesarrollado, frente a la parálisis o vaciedad del otro; y bipolar, porque el Este y el Oeste se codean en
importancia histórica.
La silueta de la Torre de Londres, en el
claroscuro de la mañana, enseguida deja paso al otro gran símbolo de esta zona:
el impresionante Tower Bridge.
“Te podemos dejar pasar o no. Tenemos ese poder”.
Eso es lo que dirían, si pudieran hablar, las
dos torres neogóticas de este puente levadizo, tan formidable, que
tantos suspiros fotográficos y cinematográficos ha suscitado. Tras él, entre el fragor financiero del distrito, se dibuja el
moderno rascacielos 20 St Mary Axe o Swiss Re, nombres alambicados que los
ingleses han orillado sabiamente en favor de apodos mucho más descriptivos,
como “El Pepinillo” (Gherkin) o
simplemente “El Pepino” (Cucumber).
También se han atrevido con motes más abiertamente sexuales –Christal Phallus, parodia de Christal Pallace– y otros tantos que,
reconozcámoslo, también nos han pasado por la cabeza a muchos catalanes frente a
las formas rotundas de nuestra Torre Agbar. Por cierto, puestos a buscar
paralelismos entre ambas naciones, incluso hay quien ha comparado las formas
faloides de Jean Nouvel y Sir Foster con el gran hotel que Gaudí proyectó para
Nueva York y que alguna mente criminal quiso recrear en el frustrado Eurovegas
del Llobregat.
Del fuego a san Pablo
Otros monumentos no admiten tantas bromas.
Paseando por la City es fácil toparse en algún instante con The Monument, el monumento por antonomasia. Esta altísima columna
marca el lugar donde empezó el funesto incendio del siglo XVII, otra tragedia pegada a
la piel de Londres como el Great Smog de 1952, con el agravante de su cifra
diabólica (1666: Annus Horribilis).
Al parecer, una chispa en una panadería originó el fuego devastador que arrasó buena
parte de la ciudad, incluída la vieja catedral de San Pablo.
No estamos en Roma, pero casi. El arquitecto
Cristopher Wren recibió el encargo de reconstruir la sede episcopal londinense
y no dudó en emular las formas vaticanas. Desde entonces, la portentosa cúpula
de Saint Paul es inseparable del skyline
de la ciudad, e incluso inspiró el título y el arranque alegórico de la novela
‘La esfera y la cruz’ (1910) de Gilberth Keith Chesterton.
Benny Hill en la Tate Modern
El sol salió fugazmente aquella mañana e iluminó
las texturas metálicas del Puente del Milenio. Este pasadizo posmoderno une el
pasado y el presente. A un lado, la catedral barroca. Al otro lado, la Tate Modern. A unos arquitectos suizos se debe la conversión de esta antigua fábrica
en uno de los museos de arte contemporáneo más célebres del mundo. Sus salas
dan cobijo a los delirios de Dalí (los amantes caníbales o la hermosa e
inquietante ‘Metamorfosis de Narciso’), a los dramas de Picasso (esa mujer
llorando estalactitas), a las meditaciones de Rothko (su sala de pinturas
abstractas parece una capilla a media luz) o las frías instalaciones de los
artistas povera y conceptuales,
siempre tan irremediablemente intelectuales.
Desde la orilla de la Tate se recuerda un
pictograma mucho más frívolo: aquella careta de Thames Television que daba
comienzo a las andanzas de Benny Hill o Mr. Bean. Imposible olvidar
la estampa de la ciudad reflejada en el río, junto al sonsonete de ocho notas
compuesto por Johnny Hawksworth (gracias, Wikipedia). El humor británico es una
casa grande donde caben los Monty Phyton y también esa línea feísta, casposa,
a mayor gloria del ciudadano mediocre y como decimos en catalán, curt de gambals que representan Rowan
Atkinson o el gordezuelo perseguidor de doncellas. Quien no se haya reído con
ellos, que tire la primera piedra. Vale, me aparto.
El pájaro y la momia
El día se va humedeciendo conforme seguimos la
línea del Támesis en dirección oeste. El río estalla sucio y agitado en las
pequeñas playas llenas de troncos y piedras. Al otro lado del Big Ben se divisa
el complejo Vauxhall Tower, una futurista fortaleza de cristal que compite en
petulancia con el Aracelor Mittal Orbit, el gigantesco amasijo escultural
erigido en el otro confín de la ciudad. Sigue lloviendo y la meteorología nos invita a recalar
cómodamente en otro de los incontables museos londinenses, la Tate Britain.
A diferencia de su hija Tate Modern, esta pinacoteca está enteramente dedicada a las obras maestras de los
artistas británicos a lo largo de los siglos. No sólo los rutinarios
retratistas de condes y perros; también el lápiz encendido de William Blake,
con sus dibujos atormentados (Satanás hiriendo a Job) o misteriosamente serenos
(La Piedad). O los trípticos de Francis Bacon, con sus aterradores
crucifixiones modernas (el nuevo martirio es la pérdida de identidad). Sin
olvidar el gozoso y maravilloso salpicón de espuma del artista pop David
Hockney (‘A Bigger Splash’), las diosas prerrafaelitas o los paisajes
difuminados de Turner que también tienen su legión de seguidores. Capítulo
aparte para uno de los cuadros más hipnotizantes de la Tate Britain:
‘Experimento con un pájaro en una bomba de aire’ (1768) de Joseph Wright de Derby.
La ciencia, tratada como prodigio religioso. Una espléndida variedad de
reacciones humanas frente al novísimo milagro, versión empirista de los
apóstoles agolpados alrededor de Cristo resucitado.
Y por supuesto, el recorrido por los museos de
Londres no puede excluir el fastuoso British Museum, una gigantesca y mareante
concentración de valor arqueológico y artístico que casi provoca al ciudadano
medio una cierta vergüenza por estar allí (tan pequeño, tan insignificante ante
las momias). Los mármoles de la Acrópolis siguen en su estado de robo vegetativo, mientras la misteriosa Piedra Rosetta nos enseña esos códigos secretos
que permitieron descifrar la lengua de los jeroglíficos. El Google Translate lo
inventó Napoleón. Penúltima parada de Londres: el mercado de
Camden.
De los colores de Camden
a las aguas de Hyde Park
La capital británica es de muchos colores. Desde
luego, el rojo domina la escena, con esa insuperable operación de marketing que
ha igualado visualmente la bandera, los buzones y los autobuses. Pero hay
lugares de la ciudad donde la norma es el arco iris. El bullicioso mercado de
Camden es un buen ejemplo, con su rosario de fachadas multicolores, tematizadas
con los más variados motivos lúdico-consumistas. Zapatillas deportivas titánicas,
dragones voladores, caballos de madera o imponentes figuras de indios jalonan
este popular paseo comercial del norte de la ciudad. En un chaflán, como ajeno
a todo el trajín, un gran mural de John Lennon nos observa. Su rostro permanece
mortuorio y gigantesco como corresponde al Che Guevara de la música.
Y nuestro periplo londinense termina en su
pequeño paraíso terrenal, el Hyde Park. El lago Serpentine cruza este vasto parque
urbano, envidia de las Europas y Nirvana de las ardillas. El perímetro exhibe
toda su majestad a pesar de la facha triste que lucen sus árboles talados en invierno. Los gladiadores del footing recorren los caminos de buena mañana,
cuando el parque todavía pertenece al reino de las aves.
Los cines nadan gallardos y soberbios; las gaviotas se agitan agresivas y peleonas; las palomas se encogen en su siesta de plumas; algún ave zancuda se brinda como exótica
visitante. Todo un vecindario de caracteres cabe en estos márgenes acuáticos
del Hyde Park, el perfecto y gigantesco escondite para alguien como Peter Pan.
La obra de teatro de James Mattew Barrie nos dice que el muchacho voló hasta
los jardines de Kensington creyendo ser un pájaro, y en ese lugar el hada
Campanilla lo recogió para llevarlo al país de Nunca Jamás. Hoy, un bronce
recuerda al boy who would not grow,
el visitante de la ventana que mostró a Wendy su mundo de eterna pubertad.
Quisimos fotografiarnos con él, como si, de algún modo, nos solidarizáramos con
su melancolía de huérfano volador. Los científicos nos llaman homo sapiens, los eruditos, reyes de la
creación, pero Barrie intuyó que los adultos somos, por encima de todo, niños
perdidos.
Diario
de viaje a Londres
Pau y Laura, 2-5 enero
2014
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