03 septiembre 2011
'La piel que habito': el Fransextein de Almoshelley
Nota:
8
¿Alguien en sus cabales puede mezclar
el terror gótico, el culebrón latino, la ciencia-ficción y la psicopatía sexual
sin morir en el intento? Sí, por supuesto, ¡Peeeeeeedro! Almodóvar, el artesano
más dotado y personal del solar ibérico, el más internacional hombre de la
Mancha (con permiso de don Quijote) que tiene una admirable capacidad para
vender motos aunque estén fabricadas con cien chatarras de reciclaje, siempre
tuneadas con su estilo inconfundible y a veces tan bruñidas y relucientes como
'La piel que habito'.
A diferencia de
otros tótems del séptimo arte (pongamos que hablo de Woody Allen), el amigo
Almodóvar sigue creyéndose sus películas a pies juntillas, algo que se agradece
enormemente desde la butaca del cine, lugar de tantos fraudes y desengaños.
Podrá gustar más o menos, pero el director de Calzada de Calatrava jamás duda
en dejarse la piel (lo siento, no había otra forma de decirlo) y buscar nuevas
vueltas de tuerca donde desplegar su imaginario erótico, su cartografía
traumática y su fascinante estética que marida lo cutre y lo sublime, lo
arrabalero y lo velazqueño.
Aquí, la
gamberrada deluxe consiste en agarrar a Frankenstein por los
cuernos y pegarle un atrevido viraje hacia los territorios de la perversión
sexual, por la vía de un médico depravado (monumental Antonio Banderas,
demostrando a Javier Bardem quién es el verdadero macho picassiano del cine
español) que pondrá el bisturí al servicio de sus más oscuras obsesiones, para
que la cirugía estética y la transgénesis alumbren una inquietante criatura
(Elena Anaya), totalmente hecha a su medida, aprisionada y videovigilada las 24
horas a la guisa de un turbador Gran Hermano.
El making
off de esta pecaminosa creación humana no puede desvelarse sin
reventar el auténtico golpe genial de la película, apuntalada por otra parte
por fenomenales actores secundarios, desde una Marisa Paredes rubia-de-bote ejerciendo
de resabiada ama de llaves hasta Zeca, el grotesco hombre-guepardo
interpretado por Roberto Álamo, cuya irrupción en el caserón toledano (lunar
del culo mediante) es todo un chorro de fuego y frescura.
Sin olvidar los
pespuntes cómicos y costumbristas que el manchego siempre sabe convertir en
oro, y que aquí tienen su telón de fondo en una humilde tienda de ropa
regentada por una sobresaliente Susi Sánchez, adonde acude el hermanísimo Agustín
en uno de sus mejores cameos, vendiendo los trapitos de su mujer prófuga, antes
de que la misma tienda albergue una de las frases finales más lacónicas y
autoparódicas de la historia del cine celtíbero. O sea, que Almodóvar ya puede
invocar nuevamente a la Macarena, al Cristo de Medinaceli, a la Virgen de
Guadalupe y a otros santos del montón, porque esta vez hay que reconocer que le
han inspirado.
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