18 septiembre 2011
'El árbol de la vida': que baje Dios y lo entienda
LA PELÍCULA EN LA MEJOR WEB DE CINE: LA BUTACA
por JOAN PAU
INAREJOS
Nota: ?
Cuando el desgraciado Job denuncia sus calamidades ante
Yahvé, según la Biblia, el Dios creador no le responde ofreciéndole su tierna
comprensión, sino apabullándole con su vasto currículo como hacedor del mundo.
Su tono es casi chulesco: “¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra? (…)
¿De qué vientre salió el hielo? (…) ¿Podrás tu atar los lazos de las
Pléyades?”... y así hasta una larga letanía en la que “con exhibicionismo complaciente”
y “festiva impertinencia”, al decir de George Steiner (‘Gramáticas de la creación’),
el Señor hace gala de su soberanía, y pone al ser sufriente, al pobre Job
llagado y vilipendiado, frente a las enormidades del universo. Se trata de una
terapia de choque: tu padecimiento no es más que una mota de polvo en mi plan
inalcanzable.
Este plan inalcanzable, esta naturaleza tremebunda e
ilimitada, es lo que se atreve a retratar con titánica ambición ‘El árbol de la
vida’ de Terrence Malick, donde el drama de una familia del Medio-oeste
americano que pierde a un hijo viene inmediatamente respondido por un
impresionante desfile de imágenes del cosmos: desde las esferas celestes hasta
el bullicio microscópico las células, pasando por los volcanes en ebullición,
los mares de hielo, los torrentes de barro, los fogosos crepúsculos, los cuerpos
con sus ramificaciones venosas, las geografías con sus perfiles fractales, e
incluso los dinosaurios cuando merodeaban por la Tierra.
La prolongada ópera visual de Malick sobrecoge y desconcierta
hasta el extremo. Sus imágenes son de una perfección técnica simplemente
abracadabrante, como si la National Geographic hubiera tenido acceso a los
vastos archivos del Génesis con un ejército de cámaras omnímodas. Esta suerte
de documental místico se trenza con el devenir cotidiano de
la familia de Texas, narrado en espiral, con una estructura rupturista y
flotante: la acción va volando sucesivamente hacia el pasado -con Brad Pitt
interpretando a un padre enigmático y autoritario- y hacia el futuro –con Sean
Penn como atormentado hijo mayor-, en un torbellino ribeteado de voces en off
de los personajes, que salen del tiempo ordinario del relato y parecen entablar
un diálogo constante con lo divino.
Este cruce de lo biográfico y lo sagrado nos deja
planos de una belleza conmovedora: véase la escena del parto, donde el
nacimiento viene ilustrado por un niño que sale buceando de su habitación,
anegada por las aguas. Alguien dirá que Terrence Malick luce maneras
revolucionarias en su estética, en su manera de narrar, en su complejísima
psicología, en su sorprendente reivindicación de la profundidad espiritual y
del salmo desgarrado en un Hollyood que apenas se mueve entre el descreimiento
y el misticismo de pacotilla. Puede que tengan razón, y espero no ser sacrílego
si confieso que 1) aún no sé si es una obra maestra o una gigantesca monserga
onanista y 2) que con tanto vuelo de cámara, tanto plano contrapicado y tanto
fundido a negro hubiera necesitado una redentora dosis de biodramina. Porque
marear, marea lo que no está escrito.
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