Traigo a colación esta menudez porque las anécdotas siempre son más fáciles de recordar en verano. Será porque en esta época del año se experimenta la sensación descrita por Chesterton, que definía la juventud como "el sentimiento del que tiene todo el espacio para estirar las piernas". En este dulce páramo mental de agosto, hasta las señales de la carretera se antojan como felices anfitriones del ocio; más aún cuando cambian de idioma y nos anuncian que hemos salido de nuestro país.
Día 4. Toulouse
Si Nueva York es una ciudad de hormigón y Roma una urbe de piedra, uno se va de Toulouse con una afianzada impresión de ladrillo. Las retículas de tocho tatúan toda la piel de la apodada Ciudad Rosa, y en particular sus muchos y peculiares templos medievales, como la imponente basílica de Saint Sernin. Su gran cimborrio escalonado emerge cual gigante solitario, lejos del bullicio humano, y remata la que presume ser la basílica románica más grande de Europa. Merecidamente, Saint Sernin es la reina de las postales, pero la edificación verdaderamente peculiar de Toulouse es mucho más modesta y se llama Les Jacobins.
Una robusta palmera de 22 ramas sostiene la bóveda de esta iglesia gótica, inusualmente dividida en dos naves y partida en el centro por una hilera de columnas que la convierten en un espejo inquietante. A buen seguro, el techo boscoso de Les Jacobins hubiera hecho las delicias de Antoni Gaudí, que en otro alarde de genialidad naturalista también ideó el interior de la Sagrada Família como un lienzo, mucho más complejo, de estructuras arborescentes.
Al atardecer, la Ciudad Rosa se hizo irreal y lejana. Daba la razón a la prosa halagüeña de los turoperadores, cuando afirma que el ladrillo tolosano tiene un color especial. Vagando sin rumbo, nos sentamos a la orilla del río Garonne, como esos israelitas que se sentaron a llorar junto a los canales de Babilonia, y cuya tristeza infinita ignoraron por completo los joviales Boney M (con su Rivers of Babylon). Más allá de la playa fluvial, bella y menuda, una gran noria nos miraba sin girar.
Día 5: Clermont-Ferrand
Los franceses están realmente orgullosos de su mapa. El hexágono dorado, con sus mil y una provincias, aparece una y otra vez en las estaciones de servicio, con más ánimo de monumento heráldico que de indicador geográfico. Lástima que, con tanta grandeur, los menús rápidos se olviden del aceite de oliva en favor de una mostaza gastronómicamente insufrible y estomacalmente irresoluble. Eso sí, parece que el imperio galo está descubriendo con fascinación el gazpacho, mediante grandes anuncios que invitan a zambullirse en el brebaje ibérico con una seductora paradoja: "La soupe froide venue d'un pays chaud" ("La sopa fría que viene de un país cálido").
Tras recorrer 380 kilómetros en dirección al noreste, llegamos a Clermont-Ferrand.
Coronada por su catedral de altísima estatura y tez oscura, la ciudad de Clermont-Ferrand vuelve a encarnar a la perfección esta Francia interior tan limpia y civilizada, ese país aburguesado y geométrico donde hasta las flores de los parterres parecen diseñadas por las autoridades municipales. Podemos dejarnos arrebatar por las agujas negras de piedra volcánica que jalonan la sede episcopal, pero de nuevo haremos mejor en retirarnos para admirar tesoros más pequeños y desapercibidos.
Por ejemplo, la bellísima Notre-Dame-du-Port. La cabecera de esta iglesia románica es un prodigio ajedrezado de mosaicos florales y cuadriculares, un gran puzle abstracto que halaga nuestro primigenio placer infantil al contemplar los juegos de piezas y su lúdica combinatoria (a los ingenios de Lego y PlayMobil me remito). Y su interior, como todos los pequeños templos, atrae las plegarias más íntimas. Las más desesperadas. En la diminuta cripta, frente a nosotros, un hombre sollozante de aspecto indigente, alguien que parecía huir de la miseria y los estupefacientes, se tumbó en el suelo frente a la Virgen.
Mientras tanto, en el casco antiguo de Clermont-Ferrand, resonaban los versos franceses de los Beatles. "Michelle, ma belle. Sont des mots qui vont très bien ensemble. Très bien ensemble...". Unos muchachos, guitarras en mano, consiguieron atraer a las gentes desde una improvisada esquina donde cantaban su versión del inmortal romance de Paul McCartney. Los turistas nórdicos estaban totalmente hipnotizados ante el íntimo recital y hasta dejaron a la prole a su libre albedrío: el sueño de un crepúsculo de verano bien vale dejar a los niños correteando sueltos.
Dicen los codificadores de símbolos que el león es un animal solar: su dorada melena y su rugido triunfante anuncian el imperio diurno, mientras que el toro, de piel oscura y lunar cornamenta, ejerce como taciturno guardián de la noche (y hasta se enamora de la bella Selene, según una castiza copla española que hoy es carne de karaoke). Cumpliendo la ley cósmica, al llegar a Lyon dejamos atrás las brumas y salió el rey sol para iluminar un gigantesco atasco de tráfico, el síntoma fehaciente de que nos hallamos en una gran urbe: la segunda de Francia.
A nuestra derecha se extendía el Ródano (Rhône), un río de proporciones nada despreciables -por algo fluye en la primera división europea- cuyas aguas abundantes se aparecen en sueños a los gobernantes de los países secos. Y sobre nuestras cabezas, como una fortaleza disneyana, la basílica de Notre-Dame de Fourvière.
Este templo del siglo XIX domina toda la ciudad de Lyon con sus perfiles neobizantinos, y vive Dios que resulta imponente, por mucho que su contemplación pueda subir peligrosamente el azúcar a los diabéticos del arte, con un abigarramiento que parece desgañitarse para pedir fotografías. Desde la colina se puede otear la serpiente verde del Saône (afluente del Rhône), y también un lejano obús de color rojizo y 165 metros de altura, la Tour du Crédit Lyonnais, un gran rascacielos en forma de cohete donde uno imaginaría un King Kong verbenero, dispuesto a salir propulsado con mil toneladas de pólvora.
Tras la incursión a las alturas, hay que bajar a la arena de Lyon para gozar de dos hermosos enclaves. Uno es la catedral gótica de Saint-Jean.
No tiene ningún Quasimodo merodeando sobre su lomo, ni cuenta con torres fotogénicas, ni cautivó (que yo sepa) a ningún pintor impresionista ("Lautrec nunca dibujó sus bellas cicatrices", que diría Ismael Serrano) pero la catedral de Lyon, modesta y desconocida, es una joya que merece ser descubierta y aquilatada. En la gran plaza que la alberga, el visitante puede dejarse embelesar por su rosetón floreado, sus nobles proporciones, sus gárgolas boquiabiertas, su recio interior, y un inveterado reloj astronómico de agujas doradas que indica las festividades religiosas hasta el año 2019. A partir de entonces habrá que verlas venir.
El otro enclave antológico de Lyon es una plaza donde se oye relinchar.
Frédéric Auguste Bartholdi, el mismo intrépido alsaciano que levantó la Estatua de la Libertad, dejó en Lyon una vibrante fuente monumental, al más puro estilo de la Roma barroca y orgiástica, un gran carruaje que se erige en medio de la Place Terreaux. Se trata de una gran alegoría fluvial y muestra un auriga conduciendo unos caballos desbocados, que se lanzan sobre el caminante con un furioso estallido acuático. Es de esos monumentos cuya épica arcaizante consigue hacer cosquillas a nuestra sensibilidad descreída, a nuestra alma irónica y fláccida tan huérfana de los mitos en mayúsculas. (Quizá nuestros antepasados artistas tampoco sentían la llama del valor, pero desde luego lo disimulaban muy bien: de qué se trata el arte y el gran teatro, sino de un inmenso y conmovedor trampantojo).
Tras un día cargado de tanta épica arquitectónica, escultural e idiomática (con heroicas odiseas para pedir un menú del McDonald's en inglés Morse), los Teatros Romanos de Lyon nos brindaron el mejor reposo posible. Bajo un sol meloso y un cielo apacible, aprovechando un tupido césped con vistas a las ruinas, cumplimos con el ibérico sacramento de la siesta, mientras unas muchachas, por algún motivo que se nos escapaba, no paraban de desternillarse
"¡¡París es por allí!!"
Cerca de Lyon, el sol ya languidecía cuando llegamos a Saint-Étienne, una urbe modesta y animada donde recibimos el estrenduoso exabrupto de un hombre barbudo y malhumorado, que nos señalaba la dirección hacia París. "Paris est en ce sens!", profería agitando el brazo. Parece que la turismofobia no es ninguna broma, y menos en este país que tiene a Astérix y Obélix como héroes nacionales. Por suerte, el amable transeúnte no llevaba poción mágica, así que pudimos proseguir sin problemas nuestro trayecto hasta el hotel.
Al día siguiente saboreamos el consabido desayuno europeo, tan rico en melosas empalagosidades y cafés larguísimos de aroma inexistente, mientras asistíamos a la conversación surrealista de dos familias catalanas con hijos pequeños ("Mama, m'he fet mal al peu, em posaré una sabata, i l'altra no"; "No, Carla, que tenim tirites al cotxe"; o partes médicos realmente prescindibles a la hora de comer: "Al meu fill li han tret una dent", "Ah sí?", etc).
Tras el último sorbo de café, una mustia ciudad invernal nos esperaba desde las alturas.
Recuerdan todas las crónicas que Grenoble fue sede de los Juegos de Invierno de 1968. Una efeméride francamente lejana para una ciudad que parece dormida en el tiempo, atrapada bajo la nieve o tristemente enmohecida sobre los puentes del río Isère. De este mundo provinciano y apacible salió disparado Stendhal, el espíritu ardiente y napoleónico que escribió la magna novela 'Rojo y negro' (1830), donde, según dicen, quiso vengarse de su timorata urbe natal inventando la población de Verrières, paraíso de la hipocresía y la burguesía pueblerina tan amante de los tejemanejes y los trapicheos.
Pero no seamos crueles con la antigua capital del Delfinado, que, pese a todo, luce sus encantos bajo sus añejas enaguas. El primero salta a la vista: un decorado de excepción, con las cumbres de los Alpes franceses asomando en el horizonte, de blancos flequillos incluso en pleno agosto. Para divisarlas mejor nos encaramamos a un alto mirador boscoso, donde una familia americana se recreaba por haber encontrado un beetle (un escarabajo, aunque nadie dice que Ringo Starr no merodease por allí). También el río Isère merece una mención de cortesía por su gallardo trazado y su vivaracho caudal, que arranca suspiros a quienes sólo hemos crecido entre ramblas y riachuelos que se evaporan en verano.
Entre tanto, el hipnótico teleférico de Grenoble, con sus cuatro esferas platónicas, nos sobrevolaba constantemente y chispeaba bajo un sol de justicia. El dueño de un bar tuvo a bien explicarnos la gran oscilación térmica que padecen los grenobloises, que en verano se asan y en invierno se cristalizan como la escarcha. Irónico y dicharachero, con esa media melena plateada tan cara a los galanes gabachos, el propietario nos hizo hablar en catalán para cerciorarse, tal como temía, de que no éramos españoles mesetarios.
En cuanto a la catedral de Grenoble, no tiene ningún reclamo en particular, más bien es una mole anodina y vulgarmente cuadrilonga, pero en su interior centellean imágenes de un inquietante onirismo infantil: ahí están los pequeños serafines crucificados en unas pinturas naifs, o un conmovedor angelote broncíneo que llora desconsoladamente. (Ya pueden pintarnos Gernikas y esculpirnos Galos moribundos, que nunca hay nada tan profundamente turbador como la tristeza de un niño).
Al dia siguiente sonaron las campanas de Grenoble y nuestro Xsara Picasso puso rumbo a la Ciudad de los Papas.
Dia 8: Avignon
La historia tiene estas cosas. Lo que ayer fuera un símbolo cismático y belicoso, con un intrigante palacio medieval convertido en un segundo Vaticano, hoy es un amable foro de bohemios y amantes de los festivales de cultura. De la conspiración pontificia al ballet. No está mal.
Lo primero que debe decirse de Avignon es que irrumpe rápidamente en la retina. Mucho antes de llegar a sus venerables puertas, la mole de la catedral y el Palais des Papes del siglo XIV dibuja su imponente silueta parda sobre las aguas del Rhône y demuestra que estamos en un lugar de muchos quilates históricos.
Pero ni cítaras ni laúdes ni saxofones: la banda sonora veraniega de la bella ciudad fluvial la ponen ni más ni menos que las chicharras, con su continuo refriego rudo y desapacible. No en vano la cigarra puja por ser el símbolo y patrono de esta Provenza calurosa, sin olvidar el tallo fragante de la lavanda, que pinta de azul los campos de la Francia mediterránea e inspira todo tipo de gadgets comerciales.
elefantes y papolitos
En la place du Palais, sureña y rocosa, un gran elefante hacía acrobacias. Con su larga trompa, el paquidermo se sostenía sobre el suelo y lucía su eufórica agilidad para quien quisiera verla. El gigante rugoso llevaba la firma del artista Miquel Barceló, venido de la locura mediterránea mallorquina y protagonista de una gran retrospectiva en la Ciudad de los Papas, haciendo la vieja plaza si cabe aún más impresionante.
Por las callejuelas de Avignon, entre murallas y soberbios papolitos palaciegos, algunos solitarios se acomodaban en las hendiduras de la roca, quién sabe si evocando a los eremitas o más bien bajo los efectos vaporosos de la marihuana. Otros caminantes, más explícitamente hippies, se descalzaban para hacer corros juveniles y sacaban la guitarra para canturrear esparcimientos folclóricos de cuya letra no quiero acordarme. Y hablando de música, todavía nos faltaba visitar un enclave legendario.
Al llegar al célebre puente de Saint-Bénezet de Avignon, uno se siente como dentro de una ficción inverosímil. Es como pisar la casa de Hänsel i Grëtel, o esa "Calle 24" donde las niñas del patio, con veloces juegos de manos, situaban un sangriento asesinato con implicación de ancianas y gatos. El puente en cuestión no tiene nada de mágico o fabuloso, pero trae a la memoria una saltarina canción infantil que muchos hemos aprendido en la escuela con una flauta entre manos: "Sobre el pont / d'Avinyó / si do re sol la fa sol..."... Al parecer, las gentes bailaban bajo el puente (sous) pero la tradición los ha acabado aupando (sur le pont) sobre un paso francamente estrecho para según qué danzas. Sí: el puente existe, y ahí está para que cuantos atolondrados profanos como yo quieran ir a verlo, con su lomo mutilado por inundaciones pretéritas o quizá por un relámpago divino lanzado contra los papas díscolos.
Dejamos atrás la ciudad de puentes y pontífices y nos fuimos al sur profundo de la Galia.
Por mucho que dé nombre al himno francés (la Marseillaise) esta urbe concentra sin duda los peores vicios de la Europa meridional; léase: el desorden, el rigor cero, la religión del cemento y un estilo suicida de conducción que parece grabado en el ADN de la mediterraneidad. Por supuesto que Marsella también tiene lo mejor del sur, con un aire añejo, salado y auténtico que trae inconfundibles sabores romanos.
Marisa, una señora imponente y cejuda, con aspecto de matrona resuelta, nos tomó nota en un restaurante cerca de la ajetreada estación de trenes. La mujer, dueña del local, nos hizo saber que era nacida en Andratx y, como deferencia, ensayó con nosotros un mallorquín grumoso y arriesgado, lleno de erres vibratorias y de coletillas en francés. Mientras tanto, una joven italiana ponía a prueba los tímpanos del personal con sus llamadas constantes al camarero: "Pomodoro, per favore!! Grazie!".
Las cosas siempre se contemplan mejor con el estómago lleno, y en nuestro caso vimos una Marsella mestiza y bulliciosa, un casco antiguo que olía a canela y orégano, un bello puerto de perfil ondulante cuajado de barcas blancas, y un cierto ambiente afable, aparentemente lejos de la leyenda negra que habla de un nido de maleantes, corruptos y marineros canallas.
El recorrido puede cansar, porque esta es una ciudad de acusados altibajos: algo que puede comprobarse subiendo a Notre Dame de la Garde.
Igual que Lyon, Marsella goza de un gran mirador sagrado, otro pastiche neobizantino encaramado a un montículo que concentra las masas turísticas y permite obtener una notable panorámica. Aunque el día estaba empañado, pudimos otear toda la bahía marsellesa, con los islotes salpicando el horizonte y celando esta ciudad caótica y sincera, sin remilgos ni artificios, que nos ha legado beneficios tan prosaicos como ese jabón que deja en la ropa una deleitosa fragancia. Mmm. (Lo siento, tenía que decirlo).
Huyendo del caos marsellés, llanuras verdes y carreteras flanqueadas por girasoles nos condujeron a los dominios de la Francia taurina.
Dia 10: Arles y Nîmes
El anfiteatro romano de Arles está encajado entre casas, hundido y horizontal como un navío resquebrajado en el fondo del mar. Su gran óvalo blanco, en las rejas y aberturas, anunciaba una corrida de novillos para el 16 de agosto, con el sevillano Manuel Rodríguez, el jienense Manuel Bautista y un portugués, Paco Velasquez, completando el tridente matador.
Desde luego, la tauromaquia parece un progreso respecto a las carnicerías que perpetraban los gladiadores hace 1.000 años entre estos muros. Sin embargo, qué curioso que aquellas escabechinas humanas se gocen hoy con entusiasmo en la ficción histórica, mientras que las corridas, tan animalmente incorrectas, apenas tienen un refugio en la televisión de pago, e incluso empiezan a perder la batalla legal: a 500 quilómetros de aquí, el Parlament de Catalunya no hace mucho que ha cerrado sus cosos al presunto arte de la lidia.
Aunque para bravura, la de los perros acalorados.
En la Place de la Republique de Arles, bajo un sol impenitente, un hombre de mediana edad lanzó un silbato y, al instante, acudieron dos perros negros de asombrosa velocidad y potencia; los animales pegaron un salto y se zambulleron en la fuente central como presos de un bochorno acuciante, provocando un estallido formidable de agua dorada. En la plaza se levantó un murmullo de exclamación. Algunos turistas sacaron la cámara. Tras un buen remojón, los perros volvían a salir del agua, cogían carrerilla y se lanzaban de nuevo, en un vibrante espectáculo biológico, efímero y jubiloso, que, como el olmo de Machado, valía la pena anotarse en la cartera.
Muy cerca se desplegaba otro espectáculo, éste en piedra, y labrado sobre la fachada de la iglesia románica de Saint-Trophime. A saber: los leones se abalanzaban sobre el transeúnte con rizadas melenas; una banda de ángeles tocaba trompetas con el ahínco de los músicos de jazz; los demonios se echaban almas al hombro y extraños voladores desnudos recorrían una fachada apocalíptica de aquellas que pueden secuestrar la retina durante más tiempo del deseable para la apretada agenda del turista en ruta. En ruta, esta vez, hacia Nîmes.
¿Puede haber calidez sureña más allá de los Pirineos? La ciudad de Nîmes demuestra que sí, y obliga a redibujar los tópicos sobre el norte con su indudable porte de pequeña Andalucía clavada en el Mediodía francés. En estas latitudes galas sólo falta que alguien se arranque con una saeta o salude con un Qué pasa pixa para certificar su vocación meridional, y, por qué no decirlo, su folclorismo taurófilo.
Folclorismo o verdadero fervor peregrino, porque sólo eso explicaría las colas que se forman frente a un torero para menearle los mismísmos bajos, cual sagrada reliquia testicular. Afortunadamente para todos, el torero en cuestión es de bronce, y se erige gallardo frente al anfiteatro romano de Les Arènes como homenaje a una gloria local, Christian Montcouqiol, un diestro conocido como Nimeño II que fue gravemente volteado en 1989, quedó parapléjico y terminó suicidándose dos años después. Un final más prosaico y oscuro de lo que sugiere la regia estatua, siempre solicitada en su solitario altar, ya sea por los aficionados, por los nostálgicos o por las familias freakies y/o anglosajonas que no quieren dejar de tener su estampa exótica sobre la tele.
La antigua Nemausus cuenta con su particular Partenón: un templo romano adusto e imponente, conocido como Maison Carrée, increíblemente conservado, que, para nuestra desdicha fotográfica, se encontraba en pleno lifting. Entre los velos de las obras, solamente asomaban dos columnas fascinantes, como patas de elefante dejando púdicamente al descubierto sus añejas pezuñas pétreas. Menos fortuna ha tenido el Templo de Diana, hoy despanzurrado y abierto a los visitantes más irreverentes, que profanan con grafitis los otrora muros sacros, derramados en medio de un gran parque de aire clásico que responde al nombre del Jardin de la Fontaine. Y por encima de todos ellos la Torre Magna, un tremendo monolito de época romana que permite escanear toda la ciudad de un vistazo.
Al atardecer, ignorando tanta épica colosal, un niño corría entre las fuentes.
Nuestra recta final en Francia aún había de llevarnos a dos ciudades de viejo prestigio medieval.
Montpellier nos recibió con una hilera de macetas flotantes sobre las calles, bonito invento urbanístico que debe de estar bien sostenido (por el bien de sus habitantes). La ciudad estudiantil gozaba de un día soleado, con amplias plazas repletas y multiplicadas por ocurrentes trampantojos. La sorpresa llegó en la catedral de Saint-Pierre, donde pudimos sentirnos como vulgares mortales en el Olimpo, bajo las piernas de un gigantesco Zeus, amén de dos colosales contrafuertes erigidos frente a la fachada.
De nuevo en ruta, apareció en lontananza un gran Frankenstein.
Un Frankenstein gótico o un titán inacabado: así puede contemplarse la catedral de Narbonne, histórica sede episcopal del sur de Francia que ya luce sus perfiles irregulares a varios quilómetros de distancia. Una catedral sin rostro, como dijo Laura, que no pudo ir más allá de las murallas y que incluso resistió a los sueños calenturientos de los románticos del siglo XIX, siempre dispuestos a convertir las ruinas medievales en relucientes parques temáticos (véase por ejemplo la disneyana Carcassonne). Una vez dentro de la catedral, un pequeño monaguillo tuvo que vérselas como portero, para indicar a los turistas que había misa en la capilla y que no se podía pasar, mientras una juiciosa madre catalana reprendía a su hijo: "Scht! Marc! Que estem en una iclesia" (sic)
Narbonne está surcada por La Robine, un humílisimo canal, y, recorriendo el casco antiguo, uno puede atravesar puentes tapizados de flores o paredes revestidas con versos de Lorca en versión bilingüe. Un miniaturismo lírico que acredita hasta qué punto a los franceses (a ellos sí) les pierde la estética.
El oasis se quebró por la tarde, cuando salieron los tanques.
Suerte que era una ficción festiva, porque, a decir verdad, la artillería pesada y la maquinaria bélica no son cosas demasiado confortantes a primera vista. Al parecer, Narbonne celebraba aquel día el aniversario de la liberación francesa en la Segunda Guerra Mundial (agosto 1945), con grandes tanques americanos de juguete campando a sus anchas entre la algarabía de un público sin demasiadas manías ante los símbolos castrenses. Entre el fragor festivalero se podía palpar una verdad: la vieja Europa aún tiene una deuda contraída con esa América salvadora, que arrebató a millones de personas de las garras de los nazis, como el dragón Fújur rescató a Atreyu de las fauces del temible lobo Gmörk, en el ensueño germánico de La historia interminable.
Puede que la historia del Reino de Fantasía no tuviera fin, pero no ocurre así en la Tierra, donde todos los viajantes, tras conocer cucharas mágicas, palacios papales, perros bravos y envidiables hectáreas verdes, siempre regresan.
Marsella, Arles, Nîmes, Montpellier, Narbonne
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Joan Pau Inarejos y Laura Solís
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