Enciendo el puro. Todo el mundo se ha ido a bailar: desde aquí se oye la música. Hago las primeras caladas y me aflojo la corbata. El puro es largo y rollizo, y según cómo el humo me nubla la vista parece volvérseme un animal peludo y entrañable, que se deja mansamente incinerar.
Veo una chica: creo que me está mirando. Será de la familia de la novia, porque no la conozco de nada. Me quema mirar sin parar, es tan guapa que tengo que parpadear. También es alta. ¿Me habrá visto derecho?
Llevo un cuarto de hora en la luna y casi me ha manchado con las cenizas. Me acerco el plato del pastel: hay un caldo de nata y fresa.
Los desechos del puro se hunden con un murmullo placentero. Sin duda se sienten halagados de ahogarse en la fresa, y no en un cenicero triste.
Quizá es el humo, no sé, pero creo que me está haciendo señales. Miro atrás: no hay nadie, sólo suegros y marujas. Me aflojo más la corbata: me está matando, y con este calor aquí dentro ni te cuento. Ya sé que todo baila y ondea cuando con el humo, pero yo ponía la mano en el fuego que me dice algo y no me estoy enterando.
Me llevo el puro a la boca y siento la piel mamífera en los labios. Aspiro ávidamente, hasta sentir en los pulmones la nube inmensa y aromática. Según el médico esto me ensucia las entrañas, quién sabe si un asmático como yo no llama la muerte a gritos fumando con ansia destetada. Pero estoy por no creérmelo: el humo azafranado y serpentino me inunda y me sana, me embalsama y me cura con su esencia medicinal. Los matasanos no saben lo que dicen.
Dios mío, ¿viene hacia aquí? No. Se ha metido en el servicio. Vaya, un poco más y el corazón me sube a la garganta. Ahora no sé adónde mirar. Si hubiese bebido la sala me daría vueltas, pero como fumo y pienso en ella la sala palpita que palpita, con que el ritmo de la música y el ritmo de las venas se amalgama y se acompasa con alma de zambomba.
Escruto el bolsillo. Aún me quedan dos cigarros: para luego. Ahora forran los paquetes con señales de prohibido fumar, porque "fumar mata". Debería asustarme, porque llevo unas semanas con una tos que ríete tú de mi abuelo carajillero. Antes tenía una voz clara y adolescente, y hasta podía cantar en público cualquier vieja canción.
Estas pegatinas me tendrían que estremecer, pero qué porras. Confieso que el peligro me excita y me da más ganas, y nada me importa más que este momento memorable.
Ya ha salido del lavabo: se ha pasado un buen rato. ¿Me ha mirado? ¿Otra vez? Lo mismo quiere que vaya con ella. Pero aún tengo medio puro, y no hay prisas. Sentado aquí, solitario y espectador, rodeado de incienso, no puedo ser más feliz. Esto es mucho más sencillo y llevadero que ganar la lotería o hacer un crucero. A saber.
Los invitados bailan salsa y pachanga, y yo me regodeo en mis muecas tersas para aspirar el humo místico. Siento cómo me preña la sabiduría: entra por el cuello y rellena todos mis recovecos, me infla los tendones y me abona la sangre con su savia antigua. Es la pipa de la paz, el humo de los ángeles. Ahora lo sé todo y no sé nada, soy un docto y no sabría decir palabra.
Viene hacia aquí: ahora sí. Me incorporo a punto de salir volando con alitas en los pies. Viene hacia aquí. Se acerca lentamente, grabando ritmos caballescos con los tacones, se acerca desechando su cola de perfume y mareando el aire con los rizos. Pero al fin pasa de largo y se echa en brazos de un príncipe engominado.
Apago el puro en el mar de nata y fresa. Sin duda gime de placer, goza sobremanera por morir rodeado de tanta dulzura.
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