Diario del viaje a Berlín, Alemania
Agosto de 2010: Joan Pau Inarejos, Laura Solís,
Pablo Moral, José L. Gordón, Sara Roura
Lástima que nuestra primera noche no fuera precisamente una alfombra roja, sino más bien una carrera de conejos: caía un atronador chubasco y la lluvia regó copiosamente las calles mientras buscábamos la dirección de nuestro alojamiento en medio de una desesperante falta de farolas. A la inclemencia general había que añadir una maleta rota llevada en brazos, de modo que, más que turistas, debíamos de parecer una cuadrilla de atracadores fugitivos. Después de unos cuantos rodeos e impromperios, al lado de una fábrica de lápidas (glups) se dibujó el perfil de nuestro albergue.
Nuestro hostal, de la cadena Betten-Zimmer-Appartements (bendito copiar-pegar) se encuentra en un barrio de Berlín de cuyo nombre no quiero acordarme, y su amplio interior da cuenta del peculiar y generoso sentido del espacio que tiene esta vieja ciudad de okupas y muros caídos. Con una sola de esas habitaciones, cualquier especulador ibérico hubiera montado un piso de alquiler a precio de oro en los tiempos de la tochocracia. Pero aquí, como no hay burbujas, corre el aire.
democracia cervecera
Huelga decir que la cerveza (Bier) es el producto indígena por excelencia, el santo grial de esta democracia berlinesa cuyos jóvenes y viejos, heavies y posmodernos, post-burgueses y punkies, beben en todas partes de esta balsámica poción colectiva, merced a unas autoridades sumamente permisivas que no tienen pesadillas jurídicas con el alcohol. Tampoco Berlín pone puertas al campo en la comida: con pocos euros en el bolsillo, uno puede puede comprar entrada en un desenfadado parque temático del fast food, donde los menús italianos, asiáticos y turcos conforman todas las mixturas posibles.
Y sí: tienen razón los que dicen que Berlín es un espectáculo. No lo es, desde luego, por su monumentalidad ni por su belleza, cualidades que tantos suspiros arrancan a los visitantes de Venecia, Viena o Amsterdam, pongamos por caso. La capital alemana, periférica y perdida en el tubo de escape de la Europa carolingia, deslumbra más bien por su ambiente humano, bullente, variopinto y plagado de tendencias, hasta el punto que uno se siente verdaderamente excéntrico por andar vestido normal, sin ninguna adscripción estética o tribal. No sólo del PIB viven los complejos de inferioridad.
Entre tanto fragor, resolvimos aposentarnos en un kebab y, empujados por el ocio mental de las noches de verano, nos pusimos a disertar sobre dónde demonios se esconden las palomas recién nacidas. ¿Alguien ha visto una?
amanece en berlín
Una vez en la calle, pudimos cerciorarnos de una verdad fundamental: nadie sabe dónde está el centro de Berlín. Esta ciudad ha quedado tan troceada y desordenada por su pasado traumático, que ha desaparecido todo vestigio de su cuna o su matriz, ese kilómetro cero que todos los turistas buscan con magnética peregrinación. Lo más parecido a un eje emblemático es el señorial paseo Bajo los Tilos (Unter den Linden), el antiguo camino entre el Palacio Real y el parque de Tiergarten que hoy discurre como un desfiladero melancólico entre armatostes neoclásicos, hasta llegar a la no menos célebre Puerta de Brandemburgo.
Sobre este gran arco de columnata clásica, tan icónico y fotografiado, los caballos relinchan y rememoran aquella Alemania de filósofos que quiso ser una segunda Grecia, la misma que ambicionó convertir su capital en "la Atenas del Spree". Lo cierto es que, si nos asomamos al Spree, el austero río berlinés, veremos que carece de cualquier glamour frente al resplandor carismático del Sena, el Tíber o el Támesis, pero ahí están sus aguas sin góndolas ni novelas, surcando la populosa urbe como por casualidad, como pidiendo perdón por interrumpir la orografía de esta ciudad tan encantadoramente fea.
el dominó
Más allá de su modernidad cool y de sus nostálgicas piedras imperiales, Berlín es una ciudad que hace penitencia. El alma de esta urbe pide perdón silenciosamente en muchos de sus rincones, desde pequeñas placas en el suelo hasta un cubículo vacío donde vegeta una maternidad dolorosa, pasando por un perímetro de 2.711 bloques de hormigón, ordenados en fila como un dominó fúnebre de gigantescas proporciones, que conmemora la barbarie del holocausto judío.
A lo largo de este laberinto abstracto, uno puede quedarse repentinamente solo, o incluso perderse, puesto que los bloques van subiendo de altura y encierran al caminante en un amenazador bosque de piedra. En el diseño del arquitecto Peter Eisenman no se halla ni un nombre propio, ni una sola fecha: las lápidas se alzan anónimas y desnudas en su oleaje mineral, y hasta permiten subirse encima de forma infantil e irreverente, so pena de tirón de orejas policial. Muy cerca, el enorme globo de cristal de Norman Foster, amanece sobre el Reichstag (parlamento) y solemniza la luminosa redención democrática de la que gozaron los alemanes después de la triste noche nacionalsocialista.
mirando las obras
No pudimos evitar un murmullo de decepción cuando vimos a estos dos gigantes rodeados por una valla, como vulgares despojos urbanos: he aquí que Karl Marx y Friedrich Engels, prohombres del Manifiesto Comunista y antiguos patrones del Berlín oriental, estaban literalmente sentados a mirar las obras del metro, como prejubilados a la fuerza por la historia. Luego supimos que, consumando la humillación, una grúa los arrancó físicamente del suelo, en su mismísima Tierra Prometida. Los presupuestos municipales ya no respetan nada.
Y frente a la plaza de Marx y Engels, tan ensimismados en su hibernación barbuda, se erigía el gran megalito de Berlín.
Al atardecer, la soberbia Torre de Televisión aparecía sobre un cielo ardiente, como una escalofriante atalaya de Satanás: así la imaginaría Juan Pablo II, uno de los más célebres agentes de la caída del comunismo, aunque, al parecer de algunos, la sombra de la torre oriental perpetra nada menos que "la venganza del Papa" por su nítida forma de cruz impresa sobre la ciudad. Bien mirado, con sus más de 360 metros, la colosal aguja de Alexanderplatz no parece una mala escalera para subir al cielo, aunque sea trepando esforzadamente, como hiciera Son Goku en el manga Dragonball para alcanzar el nirvana de las artes marciales.
la historia-espectáculo
Lejos de allí, una cuadrilla de visitantes rubicundos y cerveceros (iba a decir guiris, pero aquí los guiris son los autóctonos) se amontonaba en el célebre Checkpoint Charlie, el antiguo paso fronterizo que separaba las dos partes de Berlín, Este y Oeste. Con chistes y risotadas, los jóvenes juerguistas posaban junto a los figurantes del lugar, ataviados éstos como antiguos militares americanos y soviéticos. Ver para creer: lo que durante décadas fuera una intimidatoria aduana política, hoy es un inmenso circo, donde los turistas de verdad fotografían soldados de mentira. No está mal como imagen.
Por lo demás, no es la única ficción que ofrece la capital germana: también cabe destacar la posibilidad de llevarse un presunto trozo del Muro de Berlín (el timo de la estampita en versión cemento), visitar lugares que ya no existen (como el búnker de Hitler, hoy cubierto por un parking anodino) o mi preferido: obtener un falso pasaporte de la extinta República Democrática Alemana (RDA), que es como ir a Italia y pedir un certificado conforme estuviste en el Imperio Etrusco (también tendrá sus nostálgicos, quién sabe).
No sé si he dicho ya que, de haber alguna ciudad que explotase su historia reciente como reclamo turístico, hasta extremos sonrojantemente disneyanos, ésta sería sin duda Berlín, más que una ciudad, un enorme plató de televisión del siglo XX donde no puedo olvidar algunas tomas imperdibles, como el Museo Judío anunciándose al lado de un McDonald's. Que baje Woody Allen y lo vea.
las ruinas
Mientras que las ciudades sureñas de Europa deslumbran con sus vestigios arcaicos, de Berlín puede decirse que fascina por su tropel de escombros modernos de todo signo. Ahí está la vieja iglesia imperial, agujerada en su rosetón cual ombligo amputado, y por supuesto el archifamoso Muro, con algunos fragmentos que han sobrevivido a la catarsis de 1989 para mayor gloria del arte callejero.
Esta suerte de Louvre al aire libre brinda al peatón imágenes tan directas como el beso incestuoso de los dinosaurios comunistas (Honecker y Breznev) con el que el pintor ruso Dimitri Vrubel comprendió profundamente el feísmo consustancial de una ciudad que no tiene Partenones ni falta que la hacen.
Pero si hablamos de vestigios venerables, hay que ir al Este profundo.
Si la avenida Karl Marx pretendía empequeñecer al proletario con su gigantismo de hormigón, de veras que lo consigue. Rotunda y colosal, la arteria triunfante de la antigua RDA (Alemania comunista), recibe al caminante con sus tremendos torreones y lo apabulla después con una amplitud más apta para los tanques que para el tráfico privado. Homogeneidad y grandeza: no hay duda de que los arquitectos socialistas lograron soldar ambas nociones con el estilo de sus particulares Campos Elíseos, donde dan ganas de acudir a una oficina gubernamental para entregar el reloj, la cadena de oro de la comunión y lo que haga falta.
En el Lejano Este, solitario y aún desasido de bullicio capitalista, no hay bolas de pelusa ni forasteros desenfundando el revólver, pero sí una cantina nostálgica llamada Café Sibylle.
"Atención: vuelven los nazis. Estemos preparados". Así más o menos rezaba el folleto que nos repartió una amable anciana del Café Sibylle, donde decenas de sesentones (y algún que otro cuarentón) asistían a una charla antifascista que quiso alertar a la platea sobre el resurgir de la extrema derecha, de tan lamentable actualidad. El emblemático local aún conserva objetos cotidianos de la Alemania socialista y, en su militancia entrañable, cremosa y sentimental, parece replicar a los profetas del fin de la historia lo mismo que Terenci Moix en uno de sus libros: "No digas que fue un sueño".
foxes in the night
No nos fuimos de Berlín sin visitar uno de sus santuarios nocturnos, la célebre Casa Okupa. Una vez marcados a fuego por los consabidos gorilas (que también los hay aquí, y vaya si te cobran entrada) la meca alternativa se nos desplegó como un laberinto de informe oscuridad y pasadizos ignotos, quizá por obra y gracia de las copas de más que llevábamos encima.
El sueño de la noche berlinesa produce monstruos: si no, que se lo digan a una intrépida muchacha, químicamente muy estimulada (almenos en apariencia), que compareció rauda y veloz en un descampado, cercano a un bar abierto, para hacernos saber que había visto zorros. Nos lo confió en la lengua de Shakespeare: "I've seen foxes in the nigt, and I buy dog food for them". Pero, he aquí que, antes de imaginarnos a la misteriosa doncella echando Dog Chow a las fieras, ya se había desvanecido, como se desvanecen al despertar los sueños más extraños o los viajes veraniegos donde uno quisiera plantar la tienda.
Viaje a Berlín, Alemania
José L. Gordón, Sara Roura, agosto 2010
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Joan Pau Inarejos y Laura Solís
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