Felizmente incorrecto, gozosamente sádico, el director Robert Rodríguez nos pega unos cuantos puñetazos en el ojo, desde el brutal destino de una entrañable señora secuestrada por los matones (escena brillante y subliminal en una cama, con planos ultracortos parpadeando como flashes) hasta la mano reiteradamente agujereada de un sufrido Quentin Tarantino (actor y guionista) que provoca risas y escalofríos con su ademán de demente sexual, bordando su papel de hermano tonto y perdedor.
Pero lo mejor de la película es sin duda la montaña rusa de géneros: lo que empieza como una comedia negra de carretera -esos criminales jocosos invadiendo la caravana de la pobre familia cristiana- de repente toma los perfiles de un cómic de terror, con una legión de bailarinas en topless que se convierte en una jauría de vampiros al acecho, sin ahorrar saltos demoníacos, mordiscos a diestro y siniestro ni hectolitros de sangre salpicando la pantalla. La galería hilarante se completa con un un puñado de antihéroes tabernarios de tres al cuarto, como un ex veterano de Vietnam con verborrea o un bebedor mostachudo que tiene un revólver en la entrepierna ("Me llamo Sex Machine").
Muchos moteles de carretera han sido terroríficos en el cine y la música (a los Eagles y su Hotel California me remito), pero, sin duda, ninguno como La Teta Enroscada ha sido tan sanguinariamente cachondo.
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