24 agosto 2015
Del sol a la luna en diez días
Por Joan Pau Inarejos
Grecia y Turquía 4-15 agosto de 2015
Viajar en avión es una metáfora precisa de la vida. No sabemos por qué lo
hemos merecido, pero estamos aquí arriba. La mayoría de los mortales ignoramos
cómo funciona la aviación, pero miramos por la ventanilla e, incluso con cierto
grado de aerofobia, nos emociona surcar las alturas. Podemos caer, al final de
nuestro trayecto volveremos a la tierra, pero, mientras tanto, somos llevados.
En este lapso podemos tener las nubes a nuestros pies, o percibir ese instante
ambiguo en que la bruma borra los oleajes del mar y éste parece un segundo
cielo, apenas con algún lejano barco volador. Cuando se está tan lejos de todo,
no hay arriba ni abajo. Este mar que se borra por momentos es el Mediterráneo,
y lo estamos sobrevolando hacia el oriente, donde moran otros credos y
alfabetos.
AGUA
Barco de Milos a Atenas. 10 de agosto.
Cuando estudiaba las banderas en la escuela, sin duda la griega era una de
mis favoritas. A las rutinas rectilíneas de la mayoría de naciones, nuestros
primos mediterráneos añadían esa cruz caprichosa, arrinconada en un vértice, y,
frente a las combinaciones cromáticas arbitrarias de tantos reinos y
repúblicas, la enseña helena apostaba por un único y esplendoroso color: el
azul del mar. Además, era fácil de recordar, y qué caray, eso se agradece en los exámenes. Hoy las franjas ondean a todo trapo sobre la cubierta del barco. La
ha izado un señor con uniforme, aprovechando la ventolera egea. La Grecia
herida y humillada exhibe su estandarte marinero sobre parejas acarameladas y
turistas indolentes, recordando que todos venimos de su espuma. A nuestro
alrededor aparecen y desaparecen siluetas de islas. Se divisan farallones
fantasiosos y elevaciones áridas, como lomos de gigantes dormidos. Hay algo
adictivo en estar aquí arriba. Algo que insufla el cerebro, que alienta el
pecho y que, por cierto, imprime en tiempo récord un rotundo moreno marinero en
nuestra piel.
Crucero por el Bósforo. 13 de agosto. 7 de la tarde
Nos tambaleamos entre Europa y Asia. El barco avanza a trompicones por una
mar movediza y aún se puede aspirar el intenso olor a salitre y sardina que
emanaba del puerto de Eminonu. Los dos guías tienen sonoras y continuas peloteras
en un turco encendido que no sabemos descifrar. Roces del oficio, suponemos. Además, han
tenido que volver atrás para recoger a dos turistas despistadas que llegaban
tarde, y ya se sabe lo severos que son los tiempos navieros. Con un acento
francés que todo lo escurre hacia entonaciones agudas, uno de los guías nos va
detallando la anatomía de esta encrucijada del mundo que es Estambul. A un
lado, la orilla europea, con los majestuosos alminares de Santa Sofía, la
Mezquita Azul o la Yeni Cami (Mezquita Nueva). Al otro lado la orilla asiática,
discretamente pija y anodina, donde dejan a los cruceristas explayarse durante
veinte minutos para que no sea dicho. Una pareja italiana no cesa de hacerse
autofotos melosas mientras una familia argentina pregunta en qué punto exacto
del recorrido se pondrá el sol. El guía se confiesa superado por la astronomía:
el ocaso llega cada día dos minutos antes y es imposible discernir en qué
ángulo o continente tendrá a bien yacer el astro rey. Entre Oriente y Occidente
va anocheciendo, el barco regresa y entonces toma el relevo la luz de los focos
y de la luna turca. Pero de eso hablaremos más tarde.
Perissa, Santorini. 5 de agosto. 4 de la madrugada
Estamos durmiendo al raso, frente a la atenta mirada de la ballena. La
montaña de Mesa Vouno se asemeja a un enorme cetáceo en esta playa del sureste
de Santorini. La gigantesca roca nos observa con su ojo iluminado, fantasmal,
donde se albergan las ruinas de la antigua Thera. El rumor del oleaje nos
acompaña en esta noche clara y es el premio de consolación tras un vuelo
intempestivo. A veces los paraísos tienen timings difíciles
de cuadrar. Apenas quieren quebrar albores, como dice el Mio Cid, cuando nos
despierta el ir y venir de fotógrafos madrugadores. Quizá quieren captar el
amanecer aprovechando el peculiar entorno de la playa de Perissa, de arena
negra y ardiente. Una legendaria erupción, hace más de cuatro mil años, oscureció
estas tierras y al parecer dio a Santorini su forma de luna creciente. Si nos
trasladamos a la orilla oeste podemos admirar lo que generó aquel
bienaventurado cataclismo geológico: los dos cuernos de la luna casi
abrazándose en la caldera, la gran e imponente bahía que se adentra en la isla.
Imerovigli, Santorini. 5 de agosto. 12 del mediodía
Unos niños americanos trepan con alegre imprudencia por la roca Skaros, hermoso
promontorio donde se obtiene una de las mejores vistas de la caldera. Desde
allí oteamos los grandes acantilados, con sus faldones de piedra, y también la
silueta de Fira, capital de la isla, con su trazado de cúpulas y casas de puntillas
sobre el abismo. En esta apoteosis del blanco que son las islas griegas no
extraña que se celebren tantas bodas, y que de vez en cuando adivines un sedoso
velo de novia entre las paredes encaladas.
Frente a nosotros, el volcán. Hay quien quiere ver la desaparición del
mítico reino de Atlántida en aquella remota y espectacular explosión, así que
poca broma con la bonita isla de postal. Incluso se cree que la erupción
ocasionó las plagas bíblicas y la separación de las aguas del Éxodo. Exodos,
palabra griega que significa “salida” y que pierde todo su glamour
charltonhestoniano cuando la ves estampada en la puerta de un lavabo.
Milos. 9 de agosto. 1 del mediodía
Lo sabemos bien, las islas griegas son el paraíso de la
blancura, el decorado perfecto para uno de esos anuncios de detergente donde
todo es inmaculado, pero también reservan sus pequeños estallidos de color. En
la isla de Milos está uno de los más pintorescos, la retahíla de casas de
pescadores de Klima, donde el mar roza literalmente las fachadas (hay que
vigilar al pasar: “slippery floor”). Y no nos olvidamos del mar que entra y se
retuerce promiscuamente con la tierra en los parajes de Papafragas, de aguas
termales sulfurosas (y tranquilos, nada que ver con la radioactividad de Palomares,
aunque su nombre suene a patriarca franquista).
Estambul. 14 de agosto. 6 de la tarde
La terrible gorgona Medusa nos observa con el rostro invertido. Este ser
mitológico podía convertir en piedra a aquel que lo mirase directamente, y de
ahí que los arquitectos decidieran poner al revés sus representaciones para
sustentar las columnas de este lugar mágico conocido como la Cisterna Basílica
(Yerebatan Sarnici). En realidad se trata de una simple y llana cisterna, un
depósito de agua para abastecer Constantinopla en la Antigüedad, pero, vagando
entre sus más de 300 columnas, cualquiera diría que se quiso rendir culto a las
misteriosas deidades submarinas.
FUEGO
Cabo Sunión, 11 de agosto. 8 de la tarde
Una joven de vestido azul vaporoso se sube a una piedra para viajar
instantáneamente a Instagram. Dos fotógrafos extasiados elogian la golden coin
(moneda de oro) que ya se adivina en el horizonte, tras las columnas del templo
de Poseidón. Los niños se benefician del estado de embeleso de los adultos para
corretear, trepar por sitios poco recomendables y subirse a caballito unos a
otros. En la infancia aún no hay prisa para dejar de no hacer nada. Otros
visitantes se alejan del furor de las cámaras y prefieren sentarse en círculo
en un lugar apartado para vivir el momento con espíritu hippie. Todo está listo
para contemplar uno de los crepúsculos más bellos del mundo. Lo dicen. Y lo es.
Playa Roja y Oia, Santorini, 6 de agosto. 4 a 8 de la tarde
El fuego apocalíptico de Santorini, hace más de cuatro mil años,
dejó otra preciosa herida al suroeste de la isla. Como un pedazo de Marte en la
Tierra, la Playa Roja (Kokkini Paralia)
extiende sus brazos bermellones cerca del enclave de Akrotiri. Sus aguas llaman
poderosamente la atención, como si te bañaras en las cavidades de un volcán,
pero hay que adentrarse con precaución si uno no quiere sucumbir ante su suelo
pedregoso y resbaladizo. Ya sabemos que las cosas hermosas son poco prácticas
vistas de cerca.
El tiempo apremia y debemos recorrer la isla en dirección
noroeste, donde nos espera de nuevo el sol. Nuestro casero en la Villa Spyros,
en Perissa, nos ha aconsejado “definitivamente” no perdernos el ocaso de Oia (pronúnciese "Ía"),
que es literalmente aplaudido por las multitudes. En este pueblo, sede de las
archifamosas cúpulas azules que ilustran todos los sueños estivales de los
escaparates, la hora vespertina tiene algo de sagrado y hay que darse codazos para
conquistar un breve rincón en alguno de sus miradores. Justo a tiempo para
contemplar un velero que atraviesa la estela de luz, tendida sobre el mar como una
pasarela; justo a tiempo para vez cómo la luz languidece suavemente tras los
molinos de viento. Con permiso de Apolo, es curioso que los griegos antiguos no
tuvieran una adoración especial por el dios del sol, como los egipcios o los
aztecas, y sí en cambio por el dios del trueno (Zeus). ¿Por Ra, es que no
vieron esto?
TIERRA
Atenas. 11 de agosto. 9.30 de la mañana
“Lo castell de Cetines es la pus rica joia que al món sia”. La frase del rey Pere el Cerimoniós,
esculpida modernamente en la Acrópolis, da fe de la admiración catalana por los
griegos en los tiempos expansivos de la Corona de Aragón, en la Edad Media. Ferran Soldevila
incluso cuenta la leyenda de que los rudos almogávares oían misa en el Partenón
y veneraban a Pallas Atenea como la Virgen María (¡imaginaos una Montserrat de
doce metros!). Lamentablemente, aquella colosal estatua de oro y marfil fue
fundida, y a saber cuántas monedas se han pagado con el cuerpo áureo de la
diosa. Siglos más tarde, los catalanes volverían a rendirse a los encantos de la Hélade con el descubrimiento de las ruinas de Empúries, hasta llegar al culto referendario actual (sólo que aquí se suspira por el Sí en lugar del Oxi).
La Alta Ciudad (akros
polis) ateniense quizá ya no es “la joya más rica del mundo”, pero los
avatares de la Historia la han convertido en una de sus ruinas más admiradas.
Sin su color y sus esculturas, a los templos de Pericles sólo les faltaba la
temible enfermedad del mármol, un
hongo que al parecer va royendo sus venerables columnas, para redundar en su
eterna decadencia. El esplendor heleno fue breve pero fecundo: en poco tiempo
inventaron la democracia, la filosofía y el teatro, y el resto de
civilizaciones se vengó de su talento con siglos de opresión, desde los
otomanos hasta los merkelianos. “Ahora que no tenemos contaminación, lo que no
tenemos es dinero”, se lamentaba nuestra guía, señalando el estado de los
monumentos y seguidamente palpándose el bolsillo.
Para intuir la magnificencia original de los templos dóricos, se pueden
hacer dos cosas: en nuestro caso, añorar el Valle de los Templos de Agrigento,
en Sicilia, o bien bajar unos pasos de la Acrópolis y admirar el hermoso templo
de Hefesto o Hefestión, que aparece solitario en las llanuras arboladas del
ágora. Esta construcción del siglo V a.C., breve ensayo casi simultáneo al
Partenón, quizá no copa portadas, pero es una de las pocas perlas que la ciudad
puede lucir más allá de la Acrópolis (porque sí: vamos a decirlo ya, Atenas es
fea, tirando a muy fea).
Aunque Cetines
conserve poco de su belleza pretérita, en sus colinas han pasado cosas
importantes. Además del ágora, desde aquí podemos ver el Pnyx, donde nació el
primer parlamento democrático, o el Areópago, donde San Pablo apelaba al “dios
desconocido” para vender el nuevo producto cristiano a los escépticos griegos. “A
quien vosotros adoráis sin conocer es a quien yo os anuncio” (Hechos 17:23) . Gran
estratega: lástima que, según las fuentes, la resurección de los muertos causó
hilaridad entre el público y sólo convirtió a “unos cuantos”. Aún faltaban
siglos para que las Cariátides vieran la ciudad llenarse de cúpulas con cruces.
Estambul. 13 de agosto. 12 de la mañana
Estamos en otro punto cardinal de la Antigüedad, la ciudad
llamada sucesivamente Bizancio, Constantinopla y Estambul. Tras contraer
nuestras obligaciones monetarias en el aeropuerto (1 euro = 3 liras turcas) y
perdernos varias veces por sus calles, finalmente hemos logrado plantarnos
frente a Santa Sofía (Ayasofya), la
primera catedral de la cristiandad (siglo VI) y posteriormente modelo de las
mezquitas turcas, con su combinación canónica de una gran cúpula con afilados
minaretes circundantes.
Una paloma cruza súbitamente el interior de la basílica y nos
deja ver el serafín de seis alas, pintado en una de las pechinas (el que
también vemos en el románico catalán). Estos ángeles severos,
habitantes de la gloria divina, han tenido que ser literalmente desenmascarados,
como la mayoría de mosaicos de Santa Sofía, ya que los otomanos se ocuparon de
tapar las imágenes, cuyo culto es incompatible con el Islam, al transformar el
templo en mezquita. Por suerte no los destruyeron, como la desgraciada virgen
ateniense.
Estambul es una ventana entre religiones, y lo es
literalmente: desde el nivel superior de Santa Sofía, las ventanas dejan
entrever la poderosa Mezquita Azul (Sultanahmed Camii), erigida en el siglo
XVII y separada de su hermana cristiana por un jardín primoroso. Si se olvida
el ligero perfume de pies (hay que entrar descalzo), puede admirarse su
interior decorado con magníficos motivos florales y geométricos: los
musulmanes, obligados a no ver a
Dios, se convirtieron en maestros del arte abstracto, y se diría que podían ir
llenando el infinito con sus bellezas sin rostro.
Estambul. 14 de agosto. 1 del mediodía
Al igual que el
Partenón tiene un hermano menor en el Hefestión, y salvando todas las
distancias, Hagia Sophia tiene una hermana, pequeña pero resplandeciente, a
unos cinco kilómetros de distancia. La iglesia de San Salvador de Cora (Kariye
Camii), hoy museizada al igual que Santa Sofía, fue completada en el siglo XIV
y alberga uno de los conjuntos pictóricos más impresionantes del arte
bizantino. El mosaico del Cristo Pantocrátor de la entrada, las cúpulas con la
genealogía de Jesús y
María, o los frescos de la Virgen de la Ternura (Eleousa), el Juicio Universal y la Bajada a los Infiernos (Anástasis)
de la capilla lateral son obras que permanecen en la retina. Aunque hay que
alejarse del centro, no dejéis de ir: Santa Sofía, muy vetusta y avezada, no se
pondrá celosa.
Milos. 9 de agosto. 12 de la mañana
Hemos descendido
todavía más a las entrañas de la cristiandad y nos hemos trasladado al siglo I
dC, cuando se construyeron las cautivadoras catacumbas de Milos. Este entramado de galerías se extiende unos 200 metros y se
considera uno de los recintos funerarios más importantes del orbe
paleocristiano. Al parecer, los “yo estuve aquí” o “Vanessa quiere a Víctor”
son más antiguos de lo que creemos, y sobre estas tumbas se han encontrado no
pocas inscripciones fruto del vandalismo (hasta el muy culto Lord Byron
perpetró un selfie romántico grabando su nombre en el templo de Sunión).
Curiosamente, muy cerca de este antiquísimo santuario cristiano se encontró una
de las imágenes paganas más reconocidas del mundo, la sugerente Venus de Milo
hoy expuesta en el Louvre, y privada de brazos, para imaginación de muchos.
Nosotros nos quedamos con la sensual Ménade Durmiente (siglo II
d.C.), que reposa con una mezcla de embriaguez y melancolía en el Museo
Arqueológico de Atenas. Allí tampoco hay que dejar de ver el fabuloso Poseidón
o Zeus de bronce, los monumentales Kouroi o los frescos de los jóvenes
boxeadores procedentes de Santorini.
AIRE
Chora, Folegandros. 8 de agosto. 9 de la mañana
Un mar de sábanas tendidas ondea frente a la silueta de Chora,
la capital de esta diminita isla, y el blanco téxtil se confunde con el
ramillete de casas blancas de la colina. Un camino empinado serpentea hasta la iglesia
de la Komímisis tis Theotókou (Asunción de la Virgen), y si ascendemos sus trescientos
metros sobre el nivel del mar podremos ver todo Folegandros de un vistazo.
“¡Tendríais que haber avisado! No paran de llamarnos, la gente
está desesperada por venir aquí y no queda sitio”. La dueña del hotel
Fanivevis, una señora con aspecto de mamma
acaudalada y un castellano aristocrático, se llevaba las manos a la cabeza por
nuestra negligencia al llegar de noche y no comunicarlo como es debido (“¡con
lo solicitado que está esté paraíso!”, venía a decir), mientras su hija, en la
sombra, se encendía un cigarro con aires de actriz decadente y ojos de Liz
Taylor que han sido muy mirados.
Con sus 15 km de longitud, Folegandros puede recorrerse a pie
con la paciencia de los asnos, que de vez en cuando surcan sus caminos,
rompiendo parajes desérticos. Alrededor de este lomo yermo, el color y el
brillo se agolpa en sus preciosas calas de aguas turquesas, como las que se
extienden entre Angali y Agios Nikólaos, en la costa oeste. Se nota que hemos
nacido buceando, sorteando el líquido amniótico, porque la inmersión en las
aguas, entre peces y arquitecturas rocosas, despierta una paz profunda, una ataraxia –gracias, filosofía griega– que
permanece enterrada como un tesoro bajo nuestros naufragios cotidianos.
Centro de Estambul. 14 de agosto. 10 de la noche
El humo oculta los rostros. Recostados en butacas y
almohadones, aspiramos los vapores aromáticos tras un día de fatigas y calores.
Estamos en un patio interior, refugiados del caos circulatorio de Estambul que
hace que Roma parezca una ciudad transitable y agradable. Por momentos, la
vieja tetería Corulu Ali Pasa, muy cerca del Gran Bazar, podría parecer un oscuro
antro masculino, pero enseguida llega una muchacha resuelta, envuelta en su
velo, para saborear un narguile
solitario (cachimba, shisha) mientras se pone una película en el Ipad. Nicabs y cabelleras al viento, recatos y
minifaldas conviven en esta ciudad cosmopolita, donde se diría que los rostros
más bellos y mejor maquillados són los que rodea un hiyab (¿será el velo una estrategia para canalizar la mirada?).
La luna turca nos observa, desde el cielo y desde las banderas
de los edificios oficiales. Un gato duerme en una pequeña cavidad, en un
cementerio monumental que da a la calle. De vuelta al hostal,
cerca del acueducto romano de Valente, nos adentramos por calles solitarias. De
repente, como un trueno, irrumpe la llamada a la oración, con sus gimoteos
aflamencados. Si el cristianismo tiene los campanarios, el Islam cuenta con la
voz humana, desnuda y esforzada, para contar desde los minaretes las horas que
nos quedan en este mundo.
Enseguida volveremos a nuestra luna, al otro lado del
Mediterráneo, hacia el occidente. Recuerdo lo que nos dijo el dueño de un
restaurante, antes de partir, con un entrañable español de supervivencia. No
nos deseó “buen viaje”, ni “buen vuelo”, sino que le salió un imposible “bien
voláis”, que más parece un elogio que un deseo. Quizá es lo mejor que te pueden
decir en la vida: qué bien vuelas.
Diario de viaje 4-15 agosto de 2015
Día 4-día 7: Santorini. Villa Spyros
Día 7-día 8: Folegandros. Fanivevis Garden
Día 8-día 10: Milos. Christos & Giorgos
Día 10-día 12: Atenas y Sunión. Diros Hotel
Día 12-día 15: Estambul. Imperial Old City
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