24 enero 2015
El comedor
Joan Pau Inarejos
Mientras que la cocina es un campo de batalla, el
comedor es sin duda el lugar del triunfo. Reclinados en el sofá dominamos el
mundo, como los emperadores romanos desde sus plácidos aposentos. En el
cuadrilátero soberano de la casa nos homenajeamos a nosotros mismos tras una
dura jornada laboral o un intenso ejercicio. El comedor es monárquico: en él
vive el rey de la casa.
Todo rey tiene su corte, y ésta se reúne alrededor
de la mesa, al igual que los legendarios caballeros artúricos. Lejos de las subjetividades que
se escoran en las periferias de la vivienda –ducha, dormitorio–, la mesa es la
representación doméstica de la sociedad, con sus discrepancias y sus
afinidades desatadas alegremente sobre la madera. Aquí está legitimado elevar la voz y gesticular con vehemencia, lo
que en la alcoba sería señal de peligro, y en el lavabo de enajenación.
El comedor tiene todas las virtudes diurnas: luz intensa, vitalidad, holgura. No faltan en él todas las iluminaciones posibles, desde el cielo de lámparas hasta el brillo distinguido de la vitrina o el resplandor de las pantallas. Cual astro solar, el televisor sigue organizando a su alrededor la galaxia mobiliaria, aunque otros gadgets, más íntimos, pugnan por atraer la atención de sus habitantes. El sofá, que antes emulaba las gradas del cine, hoy se asemeja a los asientos del metro: individuos unidos pero abstraídos. La caja tonta asume resignadamente su nuevo papel como telón de fondo.
En el comedor está todo lo que nos une con el exterior: las fotos de familia, las facturas, el telediario. Los relojes que marcan el tiempo de fuera, no siempre coincidente con el interno ("¿ya es esta hora?"). Los cuadros con los que queremos decir quiénes somos a los demás: abstractos, pastoriles o posmodernos. Quisiera proseguir con mi explicación, pero tengo que ir al baño. Les seguiré contando desde allí.
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