Toda esta lírica, todo este deleite ante la gracilidad del arte corporal, encuentra un oscurísimo reverso en las escenas de 'Cisne negro', película de Darren Aronofsky que consigue la extraña proeza de ser asfixiante en todo su metraje, desde el minuto cero hasta el 110, con la historia de una joven bailarina de madre dominante y ciegamente obsesionada por triunfar en una compañía de ballet de Nueva York.
Pocas veces el arte, tantas veces alabado como cima del espíritu humano, había sido escudriñado en sus cimientos más egoístas y paranoicos, esa gélida y desesperada ambición que Natalie Portmann vive en sus carnes actorales de manera magistral, con el trágico trasfondo del Lago de los Cisnes de Chaikovski y la rivalidad mitológica entre el cisne blanco y el cisne negro, que se trenza soberbiamente con la historia real de la envidia entre las bailarinas.
Como si llevase hasta las últimas consecuencias la teoría de la rivalidad mimética de René Girard, la obra de Aronofsky no ahorra angustia y rechinar de dientes en su gradual descenso a los infiernos, donde la tierna bailarina, presuntamente blanca y adorable, se va convirtiendo en una insaciable asceta del deseo (Girard), una suerte de virgen terrible que, como las anoréxicas y las modelos obsesivas, ve su propia imagen deformada -en siniestras alucinaciones de piernas dobladas y miembros ensagrentados que obligan a retirar la vista- y libra una guerra sin cuartel contra su álter ego, su amenazante géminis -ya sea éste la madre, la joven competidora, Winona Ryder como antigua bailarina convertida en juguete roto o incluso ella misma-, demostrando a todas luces lo que dice el lúcido Girard: que la agresividad más temible no se dirige contra el diferente, sino contra el igual ("nunca es la diferencia lo que obsesiona a los perseguidores, y siempre es su inefable contrario, la indiferenciación").