por JOAN PAU INAREJOS
Toda una lástima, porque la idea de una legión de ángeles exterminadores prometía una sugestiva vuelta de tuerca, y más aún cuando uno de sus soldados, el aguerrido Miguel, se convierte en un ángel caído, se arranca (literalmente) las alas en una lluviosa calle digna de 'Blade Runner' y cambia de bando para luchar al lado de la humanidad. Paul Betanny, el monje siniestro de 'El Código da Vinci', es sin suda lo mejor de la función, ejerciendo su trágico papel con una severidad encomiable.
No se puede decir lo mismo del inefable Dennis Quaid, que hace el ridículo de su vida interpretando al dueño de un bar de carretera, primero apacible pero luego convertido en el mismísimo lugar del Armagedón. Por desgracia ya conocíamos el modus operandi del eterno macho alfa del cine americano, pero su reconversión en ranchero de la humanidad amenazada hace que cualquier película de Antena 3 a las cuatro de la tarde parezca cine de autor al lado de semejante bodrio. La sobreactuación de este hombre merece una sanción económica del sindicato de Hollyood, o como mínimo una inhabilitación de 20 años para la industria cinematográfica (por menos han cazado a Garzón).
Por lo demás, el director Scott Stewart jamás se atreve a mirar de frente el argumento radical que él mismo convoca: un Dios hastiado e iracundo, que envía las divisiones angélicas contra sus propias criaturas humanas como terrible genocida del cielo. En vez de profundizar en el relato, tan teológicamente incorrecto (aunque lejanamente inspirado en el el Diluvio Universal y el Apocalipsis), Stewart se dedica a movilizar tropeles de zombis y poseídos bastante homologables, sin ninguna pista de su origen celestial. En su circo infernal hay que reconocer algunas perlas, como cierta anciana, presuntamente adorable, que se pone a trepar por el techo (bravo por el gag), o un vendedor de helados que se se dilata como una enorme araña con elefantiasis, que parece la mascota del hombre que grita de Edvard Munch.
Así pues, sin noticias de Dios en este fallido ejercicio de terror bíblico, que acaba reducido a una burda secuencia de sobresaltos, donde los sustos se alternan con las carcajadas merced a un guión delirante sin pies ni cabeza, con final restaurador incluído. Si aún viviera, San Juan pondría una querella criminal por lo que han hecho con su Apocalipsis, pero el apóstol deberá conformarse con el sonrojo desde la tumba.
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