“Que la felicidad dependa de tomarse en este momento un whisky nos hace sentir dolorosamente la tragicomedia de nuestra finitud”
Me he acostumbrado a tomar un whisky a última hora de la mañana. Me produce una ligera euforia y cierta elocuencia. Pero el médico me lo ha prohibido e intento seguir su recomendación. Cuando se acerca la hora, mientras estoy pensando en otra cosa, emerge en mi conciencia un embrión de deseo, algo así como una confusa imagen de lo agradable que sería tomarse un whisky. Aparece con fuerza la decisión de no hacerlo, pero, por desgracia, no elimina el deseo, sino que lo precisa y encandila. Intento seguir trabajando, mientras la impertinente idea continúa su labor y crece dentro de mí como un embarazo.
Sé que si dejo pasar el tiempo y llega la hora de la comida, el deseo desaparecerá o al menos será suplantado. Pero no quiero que desaparezca porque, de repente, la idea de no tomar whisky, el “nunca” de la prohibición, se me hace insoportable. Ese “nunca” que resuena en todas las decisiones de camio produce un estremecimiento trascendental. El resto de placeres y satisfacciones posibles empalidece.
Los filósofos escolásticos decían que cada objeto concreto es un representante falaz del bien plenario y perfecto, con el que puede confundirse. La tentación es siempre el timo de la estampita. El bien aparente suplanta al bien total, y de esa superchería recibe su fuerza. Estoy seguro de que no me importaría dejar de tomar el vaso de whisky, pero en este momento se está ventilando otra cosa: si renuncio o no a mi felicidad, y esto son palabras mayores. Ya sé que es ridícula esa alteración de todos los valores, pero así son las cosas.
Cuenta Zubiri en uno de sus libros que don Severino Aznar, ilustre sociólogo, piadoso cristiano y pertinaz fumador de puros, hacía la promesa de no fumar durante la Semana Santa. Y el último día aguardaba con el cigarro en la mano que fueran las doce de la noche, y se le oía quejarse amargamente: “Ay, Dios mío, ¡para qué vivir!”.
Que la felicidad dependa de tomarse en este momento un whisky –o un cigarrillo o un bombón, para el caso es lo mismo- nos hace sentir dolorosamente la tragicomedia de nuestra finitud. El generador de excusas comienza a proporcionarme razones para rebelarme. ¿Por qué no empezar mañana, que ya me habré hecho a la idea? ¿Y si fuera a otro médico? Necesito trabajr y a la vista está que el deseo me impide concentrarme, ha secuestrado mi conciencia.
JOSÉ ANTONIO MARINA: ‘ARQUITECTURAS DEL DESEO’ (2007)