Probablemente, más que cualquier otro vicio o fallo, Amory despreciaba su propia personalidad. Le repugnaba saber que mañana y los mil días siguientes se inclinaría pomposamente ante el primer halago y se enojaría ante la primera censura, como cualquier músico de tercera o cualquier actor de primera. Le avergonzaba el hecho de que casi toda la gente simple y honesta desconfiara habitualmente de él. Y el haber sido cruel, a menudo, con las personas que habían sacrificado su personalidad por la de él… varias mujeres y un compañero de colegio aquí y otro allá. Y haber sido una mala influencia para mucha gente que le había seguido en sus aventuras mentales, de las cuales sólo él había salido indemne.
De repente sintió un invencible deseo de irse al diablo. Y no violentamente, como se iría un caballero, sino desaparecer tranquila y sensualmente. Se imaginaba a sí mismo en una casa de adobes en México reclinado sobre una manta, sus dedos finos y artísticos sosteniendo un cigarrillo, mientras escuchaba las guitarras, que tañían melancólicamente una antigua endecha de Castilla, y una joven aceitunada, con labios de carmín, acariciaba su pelo. Allí podría vivir una extraña letanía, liberado del bien y del mal, a resguardo de todos los sabuesos del cielo y de todo dios (excepto de ese exótico dios mexicano ya de por sí bastante relajado y adicto a los aromas orientales), liberado de todo éxito y esperanza y pobreza para caer en esa indulgencia que, después de todo, conducía al lago artificial de la muerte.
Francis Scott FITZGERALD, A este lado del paraíso, p 280 / foto: Park Güell
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