01 enero 2006

Vida del abuelo

Martita corría con sus dos patas inseguras y regordetas entre los cacharros de la casa. Todas las ventanas abiertas y por abrir le iban trenzando flores de luz en la cara. La puerta de la habitación estaba ajustada. La empujó un poco con las manos y se fue dibujando la cama.

El abuelo se incorporó. Se colocó las gafas con el semblante oscurecido y cuando vio a Martita entre las rendijas de sus cataratas, en el rostro se le trazó una hinchazón de ternura.

-¡Ven aquí, mala cosa!

Martita se hacía de rogar, con sus cuchicheos secretos de pajarillo. Corrió al regazo del abuelo. Éste la abrazó por detrás y le besó la mejilla.

Ese día el abuelo comió sin apetito, con las brazos caídos y la mirada ondulante y desorientada. Jaime le observaba de reojo. Martita, con la cabeza por encima del mantel y el babero rosa atándole los cabellos por detrás, hablaba idiomas incomprensibles con Rigoberta, su muñeca de trapo sin ojo izquierdo.

-Papá, Martita y yo nos vamos a pasear. ¿Se viene usted?

-No, hijo, me quedaré arreglando todo esto.

Se fueron y el abuelo, en vez de arreglar nada, se puso a fabular y se imaginó a sí mismo siendo niño como Martita. Con zapatos brillantes y chalecos. Paseando por los callejones estrechos del puebo, que olían a piedra y a mar, a sal y a ropa, chupando regaliz y llamando a todas las puertas. Las vecinas pellizcándole la mejilla y diciendo qué rico.

Afinó la memoria y se vio a si mismo. Iba con su reloj de bolsillo roto, las canicas de cristal que la hacían los muchachos de los hornos, y siempre con Antolín, el chucho piltrafoso que había recogido en algún surburbio y que no le dejaban subir a casa porque meaba los muebles.

Tuvo una novia. Tenía la piel cobriza, palpitante y curva, como de aceituna morada o de rara berenjena. Cada día corrían a verse medio de noche y de escondidas, y se metían en los portales a besarse y a buscar a tientas, con mozo desespero, botones y cremalleras.

Por aquellos tiempos Antolín se quedó solo. El muchacho ya no se acordaba de echarle pan y queso. Se fue muriendo con el bezo caído por el pueblo, arrastrando las latas y cordeles que el amo había olvidado quitarle.

A la niña sin nombre siempre se la tragaba la noche, hasta que un puntito andante era lo que más se parecía a ella. Él volvía a casa por la subida de la iglesia, en la otra dirección. Pasando entre el grueso campanario, grisáceo en las tinieblas, iba espantando palomas con el alma blanda y viuda.

Jaime y Martita llegaron al caer la noche. Él venía con los cabellos amoldados por el viento, cargando algunas bolsas. La niña traía un reír débil, bañado en sueño.

-¿Qué tal, padre?

Dijo que estaba cansado y se iba a acostar. “¡Usted es el único abuelo del mundo que se cansa de estar sentado!”, bromeó Jaime. El abuelo miró a Martita. Se había dormido en el sofá con Rigoberta.

JOAN PAU INAREJOS, 2000

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