Monica Bellucci ha entrado en mi vida. Cada día la veo frente a mí, extendiendo las manos y erguida con el rostro pálido, mientras convoca a su alrededor un fabuloso círculo de fuego verde. Sólo estamos ella y yo en la parada del autobús.
Me pongo los auriculares e intento evadirme con el zapeo musical del teléfono móvil, pero ella sigue mirándome. Aunque acaba de cumplir 46 años, luce un ademán rejuvenecido por obra y gracia del retoque digital (nada que no hicieran los pintores renacentistas ante sus fláccidas e imperfectas modelos). Ni una pata de gallo. Ni un rastro de las leves arrugas que ya despuntaban en su rostro de María Magdalena, cuando se puso a las órdenes de la Pasión de Mel Gibson. Su personaje de hechicera parece una figura de cera en este cartel que anuncia la película 'El aprendiz de brujo' con el sello de Disney. La diva inquietante sigue observándome y la situación empieza a ser incómoda. Miro hacia la carretera y suspiro aliviado: llega mi autobús.
Proletarios, borrachos y solitarios no clasificados son el público fiel del bus nocturno, convertido en carrusel onírico y silencioso en estas horas intempestivas. Sólo algunas melodías arabizantes o rumanas, o a lo sumo algún estallido de carcajadas adolescentes a finales de semana pueden romper esta procesión muda de las minorías que viajan a las cuatro de la madrugada. Las gasolineras, los carteles luminosos y un colosal rótulo del Hotel Rey Juan Carlos I de Barcelona son los únicos faros del mundo exterior, y uno los busca para saber dónde debe parar, como un ciego tras una luciérnaga. Aún quedan tres horas para que la ciudad sea luminosa y transitable.
Bajo del autobús y el vehículo se pierde entre las brumas. Ante mí, una miríada de semáforos rojos se convierte en verde, en una caleidoscópica coreografía diaria que me conmueve en lo más íntimo de la retina a pesar de su rutinaria vulgaridad. En estas horas son muy propicias las fantasías de ciencia ficción. Por ejemplo: estoy sólo en la ciudad, toda la calle es para mí, un gran virus ha diezmado la población y soy el único superviviente, el cambio climático ha apagado el sol y voy vagando por una oscuridad sin horizonte, hasta que aparece el parking de la Avenida Madrid. Los escasos caminantes se agrupan en dos grandes razas: los vecinos insomnes que sacan a pasear al perro o los jóvenes desnortados que siempre piden tabaco y hasta día de hoy no te han atracado. Otros vegetan en los cajeros automáticos con la ayuda de mantas y cartones.
La luna asoma entre el lomo gigantesco del Camp Nou, aunque del suelo brotan impresiones más prosaicas. Los cristales de las Xibecas crujen bajo los pies, y por doquier se eleva un suave y vaporoso perfume de micciones. Ha habido orgía después del partido, pero enseguida llega la hermandad de la limpieza llevándose los montones de latas y restos con abnegado silencio monacal. Un día más doy gracias a la cafeína por llegar despierto al trabajo, mientras, a mis espaldas, la ciudad sigue durmiendo.
JOAN PAU INAREJOS, 17 SEPTIEMBRE 2010