MIQUEL MOLINA
Los anónimos guerrilla gardeners combaten la degradación del espacio público a base de plantaciones ilegales con bombas de semillas
Se define una explosión como una liberación violenta de energía que eleva la temperatura y propaga ondas expansivas de diferente intensidad. Es decir, ondas que pueden provocar efectos inmediatos y ondas cuya capacidad de alterar el entorno se prolongan más en el tiempo. Así ha sido siempre, desde el big bang hasta las bombas de última generación que retumban en los desiertos afganos.
Si aceptamos que los hechos del Mayo del 68 nos merecen la consideración de explosiva liberación de energía - tal como se apunta estos días en numerosas tribunas-, admitiremos también que, más allá de los daños inmediatos que pudieron causar en el establishment, es posible seguir el rastro de una onda expansiva liberada entonces y que con intensidad cambiante ha llegado hasta nuestras playas, 40 años después. La propia fascinación que causa aún entre los más jóvenes el recordatorio de aquella primavera - y su eco perdurable en tantas insurrecciones posteriores- ponen seriamente en cuestión la opinión desmitificadora de los que fueron los artificieros del mayo parisino, reconvertidos, por la lógica del tiempo, en sepultureros de su propia utopía.
Hay un rastro. La endeblez musical de las protestas del 68 la enmendaron una década después los punkies y nuevaoleros más vitalistas. El documental de Julien Temple Joe Strummer, vida y muerte de un cantante reivindica así al líder de los Clash, un sesentayochista après la lettre que convirtió sus primeras canciones en barricadas. Strummer se enterraría después a sí mismo bajo una losa de contradicciones, como todo revolucionario. Ecologistas radicales, squatters, hackers, antiglobales o demoledores de iglesias por la gracia de YouTube son también, de alguna manera, herederos de Dany-le-Rouge.
Con sus ascensiones y caídas; con sus razones y sus dogmáticas sinrazones. Igual que hay una herencia subliminal que impregna de principios primaverales programas electorales no necesariamente de la izquierda.
Pero pocas revueltas sintonizan con aquel espíritu del 68 como la que protagonizan de forma incipiente los llamados guerrilla gardeners (jardineros de guerrilla), un fenómeno anglosajón que ya tiene adeptos en nuestras ciudades. Los guerrilla gardeners son ciudadanos anónimos que combaten la degradación del espacio público a base de plantaciones ilegales de todo tipo de vegetales. Pueden emplear bombas de semillas - el equivalente de un bombardeo masivo- o decantarse por un tipo de arma más quirúrgica: rosas, narcisos, tulipanes, minihuertos urbanos..., todo vale para alegrar los espacios que la dejadez institucional o individual han convertido en auténticos basureros al aire libre.
Si debajo de los adoquines estaba la playa, en los solares surgidos a la sombra de la especulación inmobiliaria brotarán un día vergeles que jamás habíamos imaginado. Y así será hasta que triunfe otra contrarrevolución. Entonces, las brigadillas de parques y jardines y algún anarcojardinero arrepentido extirparán las flores del mal y nos convencerán de que otra primavera yace felizmente enterrada.
MIQUEL MOLINA, ‘LA REVUELTA FLORAL’, EN ‘LA VANGUARDIA’, 29/4/2008