07 noviembre 2006

Seductores y anónimos


MANUEL DELGADO, 'EL ANIMAL PÚBLICO', 1998

El sentimiento de vulnerabildad es lo que hace que los protagonistas de la vida pública pasen gran parte de su tiempo -y en la medida en que les resulte posible- escamoteando u ofreciendo señales parciales o falsas acerca de su identidad, manteniendo las distancias, poniendo a salvo sus sentimientos y lo que toman por su verdad.

La desconfianza y la necesidad de preservar a toda costa lo que 'realmente son' del naufragio que les depararía una exposición excesiva ante los extraños, hace de los seres del mundo público personajes clandestinos o semiclandestinos, perfiles lábiles con atributos adaptables "a la ocasión", entregados a todo tipo de juegos de camuflaje y a estrategias miméticas, que negocian insinceramente los términos de su copresencia de acuerdo con estrategias adecuadas a cada momento.

La vida urbana se puede comparar así a un gran baile de disfraces, ciertamente, pero en el que, no obstante, ningún disfraz aparece completament acabado antes de su exhibición. Las máscaras, en efecto, se confeccionan por sus usuarios en función de los requerimientos de cada situación concreta, a partir de una lógica práctica en que se combinan las aproximaciones y distanciamientos con respecto a los otros.

Más que representar un guión preescrito, lo que hacen los protagonistas de las relaciones urbanas es jugar, y hacerlo de una manera no muy distinta de como lo haría un niño, es decir organizando situaciones impersonales basadas en la actuación exterior, regidas por reglas -es decir, en las que la espontaneidad juega un papel mínimo-, pero en las que existe un fuerte componente de impredecibilidad y azar. El juego es precisamente el ejemplo que G. H. Mead -el padre del interaccionismo simbólico- propone para explicar la noción de 'otro generalizado', es decir, esa abstracción que le permite a cada sujeto ponerse en el lugar de los demás al mismo tiempo que se distancia, se pone a sí mismo en la perspectiva de todos esos 'demás'.

En tanto en cuanto el espacio público es el ámbito por antonomasia del juego, es decir de la alteridad generalizada, los practicantes de la sociabilidad urbana -al igual que sucede con los niños- parecen experimentar cierto placer en hacer cada vez más complejas las reglas de ese contrato social ocasional constantemente renovado en que se comprometen, como si hacer la partida interminable o demorar al máximo su resolución, manteniéndose el mayor tiempo posible en estado de juego, constituyeran fuentes de satisfacción.

La persona en público puede parecer dominada por un estado de sonambulismo o antojarse víctima de algún tipo de zombificación, hasta tal punto actúa disuadida de que toda expresividad excesiva o cualquier espontaneidad mal controlada podría delatar ante los demás quién es en verdad, qué piensa, qué siente, cuál es su pasado, qué desea, cuáles son sus intenciones. Se sabe, no obstante, que su discreción aplaza gesticulaciones inimaginables, rictus, mohínes, espasmos, violencias, bruscos cambios de dirección, efusiones que en cualquier momento podrían desatarse y que, en tanto que virtualidad o amenaza, nunca dejan de estar presentes.

El hombre de la calle es un actor que parece conformarse con papeles mediocres, a la espera de su gran oportunidad. Es cierto que los seres del universo urbano no son "auténticos", pero en cambio pueden presumir de vivir en un estado parecido al de la libertad, puesto que su 'no ser nada' constituye en pura potencia, disposición permanentemente activada a convertirse en cualquier cosa.


De ahí el desprecio que suscitaran en pensadores como Ortega y Gasset, para el que el hombre-masa es "sólo un caparazón de hombre constituído por meros 'idola fori'", ser sin interioridad, vacío, simple oquedad... "siempre en disponibilidad de fingir cualquier cosa". Pero también de ahí la inmensa inquietud que despierta, la desconfianza que provoca el descaro de su disimulo, todo lo que se agazapa tras el puro disfraz con el que se camufla. Al transeúnte, como a la máscara, se le conoce sólo por lo que enseña. Como de ella, al decir de Elias Canetti, del viandante se podría afirmar que su poder descansa en que se le conoce con precisión, sin saber jamás qué contiene: "Yo soy exactamente lo que ves -dice la máscara- y todo lo que temes detrás".

Esa mutabilidad del señor del secreto, que puede ser visto moviéndose taciturno como un merodeador, en nubes parecidas a enjambre, en grupos poco numerosos que se mueven como jaurías o en masas que pueden desplazarse en manada o en estampida, es lo que hace de una posible antropología del espacio público una especie de teratología, es decir una ciencia de los monstruos. Una antropología que tuviera que aplicarse sobre las cosas que suceden en las calles, en los vestíbulos de los edificios públicos, en los andenes del metro, no podría ser sino una especie de muestrario de entes imposibles: seres medio-medio, camaleones capaces de adoptar cualquier forma, cimarrones de media hora, embaucadores natos, mentirosos compulsivos, conspiradores a ratos libres.

He aquí, por cierto, lo que resuelve el enigma de uno de los grandes protagonistas de la mitología contemporánea, Jack Griffin, el Hombre Invisible. ¿Por qué él, que por fin ha logrado una fórmula que le permite no ser visto, envuelve su rostro con vendas y usa gafas ahumadas y guantes? La respuesta a esa paradoja es que el personaje de H. G. Wells y de la película de James Whale (1933) actúa así para que, en un momento dado, se sepa que es invisible, puesto que si lo fuera literalmente nadia estaría en condiciones de tomarlo como lo que desesperadamente quiere continuar siendo: un sujeto.

Sin saberlo, el Hombre Invisible deviene metáfora perfecta del hombre público, que reclama una invisibilidad relativa, consistente en ser "visto y no visto", ser tenido en cuenta pero sin dejar de ocultar su verdadero rostro, beneficiarse de una "vista gorda" generalizada.

MANUEL DELGADO, 'EL ANIMAL PÚBLICO', 1998 / FOTOS: KEVIN BACON Y ELISABETH SHUE EN 'EL HOMBRE SIN SOMBRA' (2000)

1 comentario:

Anónimo dijo...

Realmente somos así, deseamos ser famosos sin que nos reconozcan por la calle, deseamos ser conocidos sin ser vistos. ¿Por qué no nos presentamos cuando llegamos a un nuevo lugar?
Situaciones de la vida...