La alegría de Dios consiste en vestir a los lirios con mayor magnificencia que a Salomón, pero si pudiéramos hablar de comprensión, el lirio se encontraría en una penosa ilusión si, al contemplar sus nobles ropajes, pensara que las vestiduras son el motivo de ser amado. Ahora está contento en el prado jugueteando con el viento, tan despreocupado como su soplo. En cambio, conocer todo aquello lo ajaría y no tendría confianza para levantar la cabeza. Esa sería la pena de Dios, pues el brote del lirio es tierno y pronto se troncha.
Mira, ahí está él –Dios-. ¿Dónde? Allí, ¿no lo ves? Es Dios y no tiene donde apoyar su cabeza, y no se atreve a apoyarla en hombre alguno para que no se escandalice. Es Dios y su paso es más cauteloso que si lo llevaran los ángeles, no para que su pie no tropiece, sino para no hundir a los hombres en el polvo escandalizándose de él. Es Dios y sus ojos reposan inquietos sobre el género humano, porque el tierno brote del individuo puede troncharse tan rápidamente como la hierba.
¡Quién entiende esta contradicción del dolor: no revelarse es la muerte del amante, revelarse es la muerte del amado! ¡Oh!, la mente de los humanos suspira a menudo por el poder y la fuerza, y su pensamiento lo busca de continuo como si, alcanzándolos, lo aclarara todo, sin sospechar que en el cielo no sólo hay alegría, sino también pena: ¡qué duro es tener que rehusar al discípulo que se desea con todo el alma y tener que rehusarlo porque es el amado!
Cuando se planta una bellota en un tiesto de barro, éste se rompe; cuando se echa vino nuevo en odres viejos, éstos revientan, ¿qué sucederá cuando Dios se implante dentro de la debilidad del hombre, si éste no se hace hombre nuevo y nuevo vaso? ¡Qué difícil es ese devenir, qué penoso y parecido a un duro alumbramiento!
SÖREN KIERKEGAARD, Migajas filosóficas, 45 / foto: jardins de les esglésies de Terrassa, maig 2006
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