“Un hombre consciente de su responsabilidad conoce el ‘porqué’ de su existencia y será capaz de soportar casi cualquier ‘cómo’”
En Auschwitz, dos prisioneros habían manifestado sus intenciones de suicidarse. Ambos aducían el típico argumento del campo: ya no esperaban nada de la vida. La terapia consistía en hacerles comprender que la vida sí esperaba algo de ellos. A uno de ellos le esperaba en el extranjero su hijo, un hijo al que adoraba. En el otro caso no se trataba de una persona sino de una cosa: ¡su obra! Era un científico que había iniciado la publicación de una colección de libros aún por concluir. Nadie más que él podía acabar ese trabajo, igual que nadie podía reemplazar al padre en el cariño a su hijo.
Esta unicidad y singularidad que diferencian a cada individuo y confieren un sentido a su existencia, se fundamenta en su trabajo creador y en su capacidad de amar. Cuando se acepta la persona como un ser irrepetible, insustituible, entonces surge en toda su trascendencia la responsabilidad que el hombre asume ante el sentido de su existencia. Un hombre consciente de su responsabilidad ante otro ser humano que lo aguarda con todo su corazón, o ante una obra inconclusa, jamás podrá tirar su vida por la borda. Conoce el ‘porqué’ de su existencia y será capaz de soportar casi cualquier ‘cómo’.
La frontera que separa el bien del mal, y que imaginariamente atraviesa a todo ser humano, fondea en las honduras del alma y hasta allí penetró el bisel de los sufrimientos soportados. La Historia nos brindó la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Quién es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre ‘decide’ lo que es. Es el ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración.
Recuerdo a un colega norteamericano que un día me preguntó en mi consulta de Viena: “¿Dígame, doctor, es usted psicoanalista?”, a lo que yo respondí: “No exactamente; más bien soy psicoterapeuta”. Entonces siguió preguntándome: “¿A qué escuela pertenece?”. “Sigo mi propia teoría; se llama ‘psicoterapia’”. “¿Puede describirme, en pocas palabras, qué quiere decir con este término?”. “Sí”, le dije, “pero antes de contestarle, ¿podría usted definirme en una frase la esencia del psicoanálisis?”. Ésta fue su respuesta: “En el psicoanálisis, los pacientes deben recostarse en un diván y contar cosas que, a veces, resultan muy desagradables de decir”. Le respondí con una rápida improvisación: “Pues bien, en la logoterapia, el paciente permanece sentado, bien derecho, pero tiene que oír cosas que, a veces, son muy desagradables de escuchar”.
“Considero una concepción errónea y peligrosa dar por supuesto que el hombre precisa ante todo equilibrio interior; lo que necesita es esforzarse y luchar por una meta que le merezca la pena”
Los principios morales no impulsan al hombre, no le ‘empujan’: más bien ‘tiran de él’. Diré, en un tono coloquial, que esa diferencia la recordaba continuamente al traspasar las puertas de los hoteles de Norteamérica: hay que tirar de una y empujar otra. Conviene aclarar con rotundidad que en el hombre no cabe hablar de eso que se acostumbra a denominar ‘impulso moral’ o ‘impulso religioso’, interpretándolo igual a cuando se afirma que el hombre se encuentra determinado por sus instintos básicos.
Nunca el hombre se siente impulsado a responder con una preestablecida conducta moral: en cada situación concreta decide actuar de una forma determinada. Y además el hombre no actúa para satisfacer su impulso moral, y silenciar así los reproches de la conciencia: lo hace por conquistar un objetivo o una meta con la que se identifica. Si obrara con el fin de acallar su conciencia se convertiría en un fariseo, y, en ese instante, ya no sería una persona verdaderamente moral. Cierto es que, como reza el dicho alemán, “la mejor almohada es una buena conciencia”, pero la moralidad es mucho más que un somnífero.
Considero una concepción errónea y peligrosa para la psicohigiene dar por supuesto que el hombre precisa ante todo equilibrio interior, o, como se denomina en biología, “homeostasis”: un estado sin tensiones, en equilibrio biológico interno. El hombre no necesita realmente vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta o una misión que le merezca la pena. Vivir sin tensiones a cualquier precio no resulta un procedimiento psicohigiénico. Es más beneficioso sentir la urgencia de una misión por cumplir o el apremio del cumplimiento del deber.
Releguemos la “homeostasis” y situemos en primer lugar la “noodinámica”: la dinámica espiritual dentro de un campo de tensión bipolar, en el cual un polo representa el sentido a consumar y el otro polo corresponde al hombre que debe cumplirlo. Y si la noodinámica significa un proceder válido para las condiciones normales del psiquismo, todavía se presenta más necesario en el caso de individuos neuróticos.
“El hombre no debería cuestionarse sobre el sentido de la vida, sino comprender que la vida le interroga a él”
Cuando los arquitectos pretenden apuntalar un arco con riesgo de hundirse, ‘aumentan’ la carga en la clave, para que así sus piezas se unan con mayor fuerza. De la misma forma, si los terapeutas procuran fortalecer la salud mental de sus pacientes, no deben tener miedo a aumentar la tensión interior, si con ello le conducen a reorientar o encontrar el sentido de sus vidas.
En última instancia, el hombre no debería cuestionarse sobre el sentido de la vida, sino comprender que la vida le interroga a él. En otras palabras, la vida pregunta por el hombre, cuestiona al hombre, y éste contesta de una única manera: ‘respondiendo’ de su propia vida y con su propia vida. Únicamente desde la responsabilidad personal se puede contestar a la vida.
De las múltiples posibilidades presentes en cada instante, es el hombre quien condena a algunas a no ser y rescata a otras para el ser. ¿De esas diversas posibilidades, cuál se convertirá, por la elección del hombre, en una acción imperecedera, en una “huella inmortal en la arena del tiempo”? En todo momento el hombre debe decidir, para bien o para mal, cuál será el monumento de su existencia.
La libertad es una parte de la historia y la mitad de la verdad. La libertad es la cara negativa de cualquier fenómeno humano, cuya cara positiva es la responsabilidad. De hecho la libertad se encuentra en peligro de degenerar en mera arbitrariedad salvo si se ejerce en términos de responsabilidad. Por eso yo aconsejo que la estatua de la Libertad en la costa este de los Estados Unidos se complemente con la estatua de la Responsabilidad en la costa oeste.
Al declarar al hombre un ser responsable y capaz de descubrir el sentido concreto de su existencia, quiero acentuar que el sentido de la vida ha de buscarse en el mundo y no dentro del ser humano o de su propia ‘psique’, como si se tratara de un sistema cerrado. La misma argumentación permite afirmar que la auténtica meta de la existencia humana no se cifra en la denominada ‘autorrealización’.
“La verdadera autorrealización sólo es el efecto profundo del cumplimiento acabado del sentido de la vida”
La autorrealización por sí misma no puede situarse como meta. No debe considerarse el mundo como simple expresión de uno mismo, ni tampoco como mero instrumento, o como un medio para conseguir la ansiada autorrealización. En ambos casos la visión del mundo o ‘Weltanschaung’, se convierte en ‘Weltentwertung’, es decir, menosprecio del mundo.
Cuanto más se olvida uno de sí mismo –al entregarse a una causa o a una persona amada- más humano se vuelve y más perfecciona sus capacidades. En efecto, cuanto más se afana el hombre por conseguir la autorrealización, más se le escapa de las manos, pues la verdadera autorrealización sólo es el efecto profundo del cumplimiento acabado del sentido de la vida.
El amor es el único camino para arribar a lo más profundo de la personalidad de un hombre. Nadie es conocedor de la esencia de otro ser humano si no lo ama. Por el acto espiritual del amor se es capaz de contemplar los rasgos y trazos esenciales de la persona amada. Hasta contemplar también lo que aún es potencialidad, lo que aún está por desvelarse y por mostrarse.
Todavía hay más: mediante el amor, la persona que ama posibilita al amado la actualización de sus potencialidades ocultas. El que ama ve más allá y le urge al otro a consumar sus inadvertidas capacidades personales. En logoterapia el amor no se interpreta como un mero epifenómeno de los impulsos e instintos sexuales, según el proceder del mecanismo llamado sublimación. El amor es un fenómeno tan primario como el sexo.
Jamás el ensimismamiento del neurótico por sí mismo, ya sea en forma de autocompasión o de desprecio, es capaz de romper el círculo vicioso. La clave de la curación se encuentra en la autotrascendencia, en la trascendencia de uno mismo.