El resto de aquella tarde, Manolo anduvo vagando como un perro enfermo por la playa y el pinar, en torno a la Villa. La Lola nada pudo hacer por recuperarle. De nada sirvieron sus continuas llamadas de hembra rechazada y ahora sumisa que está empezando a comprender -al fin- que el sexo masculino está hecho de una materia mucho más cándido, soñadora y romántica de lo que ella creía.
Al anochecer, el muchacho seguía deambulando por los alrededores de la Villa con la esperanza de volver a ver a la señorita. Una sola vez, y sin que le diera tiempo a reaccionar, consiguió verla. Y a falta de otra cosa, desplegó el rutilante abanico de su fantasía. Ella aún no había notado su presencia. Cruzó por la mente del murciano un fugaz espejismo, residuo de los sueños heroicos de la niñez: aquello era un terrible tifón, la muchacha estaba sin sentido en el fondo de la canoa, a merced de las olas enfurecidas y del viento mientras él luchaba a pecho descubierto, ya la tenía en sus brazos, desmayada, gimiendo, las ropas, desgarradas, empapadas (¡despierte, señorita, despierte!), sangre en los muslos soleados y ese arañazo en un rubio seno, picadura de víbora, hay que sorber rápidamente el veneno, hay que curarla y encender un fuego y quitarle las ropas mojadas para que no se enfríe, los dos envueltos en una manta, o mejor llevarla en volandas a la Villa.
El haber sabido respetar su desnudez abría una intimidad fulgurante que le daría acceso a las luminosas regiones hasta ahora prohibidas ("papà, et presento el meu salvadó...", "Jove, no sé com agrair-li, segui, per favor, prengui una copeta...") y él, que se había herido en una pierna al trepar por las rocas con la bella en brazos (¿o era un esguince de haber jugado al tenis?) cojeaba, cojeaba, cojeaba elegantemente, melancólicamente al avanzar ante la admiración y expectación general hacia el cómodo sillón de la terraza, hacia una bien ganada paz y dignidad futuras...
Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, 38