15 agosto 2005

Cada año más minipíxels





De la nueva burguesía espiritual, vestida con camiseta y sandalias, han salido la 'Inteligencia Emocional' o la 'Metrosexualidad'


La desigualdad ya no es lo que era. Antes competíamos por el poder y el lucro: antes estaba claro. Pero la modernidad, desde el Romanticismo hasta la Blogosfera pasando por el Mayo del 68, ha complicado el juego muy mucho. La distinción nos sigue perdiendo, porque es nuestro ADN social (dicen los sociólogos), pero el objeto codiciado ya no es la tierra, el oro o el papel moneda sino "otra cosa" (valores postmaterialistas, dirían los sociólogos).

El viejo ídolo burocrático y estable, formal y ahorrador, ha pasado, siempre según los sociólogos, a mejor vida. Los médicos, jueces, abogados y banqueros ya no impresionan a nadie. Es la hora de los creativos publicitarios, los guionistas, los asesores de imagen, los periodistas y los psicólogos de empresa. De esta nueva burguesía espiritual, vestida con camiseta y sandalias, habrían nacido los grandes eslóganes contemporáneos, como la Inteligencia Emocional o la Metrosexualidad.


Tengan o no razón los sociólogos, lo cierto es que los nuevos vientos ya hace mucho tiempo que soplan en la estética y el arte. La figura griega y medieval del artesano, del buen técnico, cuyos ecos aún se sienten en los impresionistas, Matisse o Picasso, decayó definitivamente ante el artista conceptual, aristócrata que desecha los materiales y pigmentos para consagrarse a la idea, al espíritu, y ofrecerle en sacrificio una "instalación efímera" en algún luminoso museo de arte contemporáneo. Románticos y vanguardistas comparten con entusiasmo este mito nórdico de la belleza interior: el virtuosismo ya no cotiza y todas las acciones se invierten en lo inefable. Del mismo modo en la narrativa nos hemos despedido del héroe clásico y el santo cristiano de anchas espaldas, con sus múltiples encarnaciones hollywoodienses. El nuevo héroe se contempla a sí mismo y se nos presenta orlado de todas las virtudes inestables y neuróticas. Lo que está en juego ya no es el tesoro, la objetividad del valor, sino la personalidad del creador, los tirabuzones que dibujan sus constantes cerebrales.

Nos deberíamos preguntar si estamos ante una revolución de la inmaterialidad. Nuestros estómagos felices se ríen de las mujeres libres y bien alimentadas de Rubens y se contraen silenciosos ante las escuálidas y andróginas Top Models, quienes para preservar su belleza espontánea sufren una esclavitud terrible en cuanto al pan y al vino y a los bienes tangibles en general. René Girard no duda en afirmar que renace el ascetismo, pero no con vistas al Reino de los Cielos sino a la Realización Personal. Es el ascetismo para el deseo. El asceta del deseo consigue lo impensable: ser un mar de apetitos insaciables y no parecerlo. Su paradoja es sumamente fértil. Por dentro tiene un esqueleto que gana en rigidez y opresión. Por fuera muestra una piel versátil y personalizable, cada año con más minipíxels.

JOAN PAU INAREJOS, junio 2005
VER TAMBIÉN HEATH Y POTTER, 'REBELARSE VENDE'

Fuera los trajes





















Wittgenstein cae del caballo: me lo imagino atónito, con un nudo en la garganta en un sanedrín de filósofos analíticos

No existe la verdad, sino los lenguajes. Este descubrimiento "llevó a Wittgenstein al silencio", y de ahí, "al misticismo". El filósofo se olvida de sus antiguas pretensiones en el sentido de construir un lenguaje científico universal. Abandona esta empresa titánica, digna de un Buendía de Cien años de soledad, cuando cae en la cuenta de que incluso la ciencia es un lenguaje, un lenguaje distinto al arte y a la mitología pero un lenguaje al fin y al cabo.

Wittgenstein cae del caballo (me lo imagino atónito, con un nudo en la garganta en un sanedrín de filósofos analíticos) y se le ocurre aquello de que todo son 'juegos del lenguaje'. Es importante señalar que nunca abandona la idea de verdad última, la necesidad de un núcleo incondicional. En sus primeros años, el austríaco buscaba este meollo en la lógica: la lógica hace emerger la racionalidad del mundo, 'imita' las estructuras de la realidad.

El segundo Wittgenstein destierra la idea del 'isomorfismo'. No podemos simplificar la realidad en términos lógicos porque en el camino nos dejamos toda la pulpa. El deje, el gesto, la polisemia, el contexto al fin y al cabo, no es una mera circunstancia del mensaje sino toda su clave interpretativa. Los juegos del lenguaje no son espejismos de multiplicidad, sino que expresan una riqueza irreductible. El investigador ya no encerrará los fenómenos en su cuadrícula. Antes bien, observará el 'espectáculo del mundo' con humildad empirista y se guardará de la verborrea.

Como decía, Wittgenstein no renuncia a la idea de verdad a pesar del caleidoscopio multicolor en que se ha convertido su mundo. En realidad, lo que hace es lanzar el ancla a otra parte, bien lejos. Y así llega al misticismo. Si la verdad no está ninguna parte, está en todas partes. Más allá, o quién sabe si en el corazón de los mil lenguajes, del puzzle de la cultura, de la modernidad líquida, vive lo inefable. La sabiduría secreta.

Tiene que llover mucho, hasta el diluvio de la relativización total, para hacer este silencioso descubrimiento. No es una búsqueda desesperada, sino una paz súbita del alma. Después del bodorrio diurno, de la pompa y el sacramento, llegó la noche de los enamorados. Tú y yo. Y fuera los trajes.

JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004 / foto: 'La danza', de Matisse


Nietzsche, tápate los oídos





















Para Schopenhauer, el perdón es el secreto del universo que dormita bajo el mar de Galilea


"El atormentador y el atormentado son idénticos", dice Schopenhauer. "El uno se engaña no creyendo participar en el dolor del otro y éste creyendo ser ajeno a la culpa de aquél. Si ambos fueran curados de su ceguera, el malo reconocería que él vive en el fondo de toda criatura que sufre en el vasto mundo. Y el atormentado comprendería también que todo el mal que se hace o se ha hecho nace de esa voluntad que es su esencia y de la cual sólo es manifestación pasajera. Como tal, ha aceptado todos los dolores consiguientes y deberá soportarlos. Pues, como decía Calderón, "el delito mayor del hombre es haber nacido".

Estas palabras que parecen tan fatalistas esconden una honda sabiduría. Nietzsche decía que "el cristianismo es rebaño" y se reía de todos los pensadores que, como Schopenhauer, ensalzaban la moral cristiana. Y es que Schopenhauer interpreta la compasión como el acto más heroico y solitario posible. Para él, el perdón no es un opio dulzón para cohesionar la comunidad, sino el secreto del universo que dormita bajo las aguas del lago de Galilea. Sin dejar de ser ateo, Schopenhauer queda impresionado por la figura del cristiano, porque es aquel que no se une al linchamiento, que, en palabras de René Girard, rompe el círculo de la violencia mimética. Es el verdadero rebelde, porque su enemigo, aquello a lo que se enfrenta, no es otro hombre, sino el hombre mismo, la condición humana.

¿Qué condición? La Biblia lo llama 'pecado original' y enseguida nosotros nos llevamos las manos a la cabeza y pensamos en una culpa primigenia. Pero este 'pecado' es mucho más: es aquello en lo que consistimos, de lo que estamos hechos. Lo necesitamos porque de él depende todo nuestro color, todo nuestro apetito. Es el mismo impulso que nos lleva a comer y a matar. Perdonar al verdugo, entonces, es romper con las tablas, detener la rueda, salir de la corriente. El perdón, por encima de la justicia, no es la decadencia sino la victoria. ¿El cristiano es el superhombre? Ya oigo a Nietzsche revolviéndose en la tumba.


JOAN PAU INAREJOS, noviembre 2004
foto: 'Jesús en el lago de Galilea', de TINTORETTO

Mentiras al óleo






















Ya estamos maduros para ver tan descabellada una virgen románica, con sus ojos egipcios, como una Venus rosada, con su perfección primaveral.


Se ha dicho que el arte clásico es tramposo, porque nos engaña con burdas imitaciones de la realidad. Pero un arte estafador, un arte meramente ilusionista, habría pasado por la historia sin pena ni gloria. Y no es el caso. Lo clásico fascina, en efecto, pero no porque se parezca mucho a la realidad, sino porque nos hace creer que existe tal realidad.

Esa es la triquiñuela que nos ha tenido boquiabiertos durante siglos: "Existe un mundo ahí fuera, sólido y duradero, lleno de sentido y de consistencia arquitectónica. Yo sólo soy un cuadro, sólo soy el mensajero de esa realidad". El arte nos ha dado, ni más ni menos, tranquilidad ontológica.

Con todo, basta echar una ojeada para percatarse de que el día no amanece con la luz de Lorrain y que indudablemente no atardece con los claroscuros de Caravaggio. Miremos a nuestros vecinos con toda la fantasía posible y aun así no andarán como los filósofos de la Academia de Rafael. Realmente hemos sido ingenuos.
Quizá hemos confundido el arte con una ventana, cuando en realidad es un set, un plató de televisión, una propuesta ficticia sobre cómo podrían ser las cosas. Ya estamos maduros para ver tan descabellada una virgen románica, con sus ojos egipcios, como una Venus rosada, con su perfección primaveral. Será verdad, al fin, que el arte no imita la vida sino al revés. La vida aprende y toma nota del arte, de su escenografía y sus maneras. La pintura de ayer y la pantalla de hoy nos dicen todo el día ‘así, así’, hasta hacernos creer que los árboles son como los árboles de Giorgione y que las túnicas de verdad se pliegan como las de mármol.

Observemos el milagro: a nuestros ojos, los árboles van volviéndose pictóricos y las túnicas se tornan escultóricas. Sin duda el arte no puede imitar nuestra experiencia del mundo, porque ésta no es más que una nebulosa de brumas y destellos hasta que, un día, llegan los pintores con sus pinceles fundadores.

JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004
foto: 'Concierto campestre', de GIORGIONE

Las bellezas disociadas






















La voz de la muchacha se recorta en los rascacielos, y su llanto está secreto en el tembleque de los planos de Tokyo


Lost in translation. Charlotte (Scarlett Johansson) habla por teléfono desde la habitación del enorme hotel. Mientras aparecen las panorámicas vidriosas de Tokyo, paisajes urbanos de abstracta melancolía, oímos sollozos femeninos. Podríamos ver directamente a Charlotte, sus lágrimas de universitaria americana desamparada entre los doce millones de habitantes de la megalópolis. Podríamos tener el primer plano de sus ojos rojizos. Pero no. La voz de la muchacha se recorta en los rascacielos, y su llanto está secreto en el tembleque delicado de los planos de Tokyo.

La disociación tiene un enorme poder conmovedor. Vemos una cosa y escuchamos otra. Alguien nos habla y otro alguien -oh, desconcierto- nos toca el hombro por detrás. El arte moderno ha comprendido este fenómeno, y divorcia la línea del color, el tema del estilo. Pensemos en Matisse, en Miró, en los expresionistas. Las figuras están escindidas de sus perfiles, se rebelan contra sus límites.


Nuestras ciudades son tan caleidoscópicas que, o bien nos hundimos en el remolino de la complejidad, o bien nos hundimos en el placer de la disociación. Tras este exagerado dilema, imaginemos Barcelona de noche. El tráfico es agobiante: el enjambre de coches y bocinas rodea una precaria silueta peatonal. El semáforo reverdece en la Diagonal, el peatón se pone los auriculares y he aquí que todo se transforma. A izquierda y derecha se extiende la urbe nocturna, infinitamente alumbrada, mientras él desfila por el paso de cebra con los ensueños del track 3.

JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004
foto: Tokyo de noche

14 agosto 2005

Blanco sobre blanco

En el museo de arte moderno de Nueva York, un espectador está contemplando el ‘Blanco sobre blanco’ de Kasimir Malevich. Es una experiencia incómoda. Este cuadro consiste en la superposición de un rombo blanco sobre un fondo blanco, y es el icono más radical de la muerte del arte. Niega toda estética, toda materialidad de la pintura, a favor de la ‘gran nada’. Es tan extrema la soledad de este cuadro que el espectador resuelve hablar con él:

-No te entiendo. ¿Qué eres?
-No me entiendes porque me miras con ojos antiguos. –responde el cuadro- Yo, amigo, soy la pureza del arte.
-Yo no veo pureza. Veo las fibras de la tela, veo la nada.
-Tú lo has dicho.
-¿Intentas decirme que la nada es la culminación del arte? ¿Para eso llevamos tantos siglos pintando, para llegar a la nada?

Y entonces, en el momento decisivo, el ‘Blanco sobre blanco’ calla. El espectador se queda con las ganas de saber quién es el engañador y quién es el engañado. Nadie le responde en el pasillo indiferente. Aturdido y humillado, se encamina hacia el bar del museo. Por lo menos allí huele a café.


JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004

Maldita alma


Interesante misterio. Nosotros, polvo del universo, tenemos un alma engreída que dice ser libre. Este alma sueña que vuela, se escapa cuando le dan la lata, chincha al cuerpo para que no haga la siesta y está siempre diciéndonos que somos más elásticos, más aéreos y más creativos de lo que creemos ser. Este alma nos despierta por la noche con ideas bellas o fuego inspirador, y luego nosotros nos las apañamos para poder formularlo. Ella inventa. A nosotros nos toca el trabajo sucio. 

Este alma es la responsable de todos los malentendidos con nuestro cuerpo. Es la que tedice: "tú no eres así, no te fíes del espejo", "no tienes estas orejas ni estos dientes: tal como yo te veo estás hecho de plumas y algodón". Comprobad la cara de tontos que se os queda mientras os susurra de este modo. No sé vosotros, pero yo cualquier día meto el alma en una jaula y me voy a la calle a pasear, a merced de la fuerza de gravedad.

JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004

Mondrian en Ikea





















Los emblemas de la revolución sirven para redecorar las vidas de treintañeros urbanitas.



La cultura de masas ha dejado huella en el arte: ahí está el Pop Art con todos sus objetos irónicos. Pero hoy por ti y mañana por mí: el diseño y la publicidad han absorbido a su turno las estéticas vanguardistas. Sin duda, Mondrian quiso decir algo muy profundo con sus retículas de colores planos: lo digo sin sorna. La abstracción geométrica aspiraba a la pureza, a la universalidad, a la construcción de un espacio autónomo. El pintor holandés quería llegar a lo esencial de la pintura mediante líneas rectas y colores primarios.

Pero sus composiciones se han llevado al estampado de camisetas, al diseño de tubos de gomina, o quizá a las cortinas de una habitación estilo Ikea. Los emblemas de la revolución se convierten en chucherías para el consumo, sirven para redecorar las vidas de treintañeros urbanitas. Las vanguardias han entrado en nuestra casa al precio de perder el alma. Y a riesgo de aliarme con el mercado y el capitalismo, me pregunto si las cortinas de Ikea no serán el triunfo involuntario de Mondrian. Al fin y al cabo el alma del arte es mortal, pero sus colores perduran.



JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004

Vivan las cenefas
























Ahora que ya estamos liberados, vamos a jugar: éste parece el aroma común de los capiteles corintios, los retablos barrocos, las alfombras persas o las cerámicas modernistas

Después de que nos dijeron los griegos que no hay que esconder el cuerpo humano, que las túnicas y adornos huelen a jerarquía egipcia, después de que nos enseñaron a cincelar torsos y a pintar espaldas femeninas, después de tanto magisterio renacentista y liberador, vamos y nos ponemos a dibujar flores y cenefas. ¿Puede la decoración ser ella misma el tema del cuadro? Muchos artistas lo han visto así: artistas hastiados por siglos de profundidad que deciden abandonarse a los juegos estéticos más frívolos. Como Klimt, que convierte los estampados de la ropa en protagonistas del cuadro. He aquí a un provocador, porque llama la atención sobre la piel del cuadro. Nos distrae con anémonas y corales, collares y pulseras, redes y algas. ¿Y dónde está la perla? No está. Para indignación de muchos, Klimt ofrece seducción pura, deleite visual, torbellino de golosinas.

Ahora que ya estamos liberados, vamos a jugar. Ésta parece ser la consigna de los hippies de todas las épocas, el aroma común de los capiteles corintios, los retablos barrocos, las alfombras persas o las cerámicas modernistas: juguemos. Pero hay un fondo de amargura en todos los juguetones. Los musulmanes no pueden ver a Dios, y se refugian en las tramas y tejidos. La blanca pared, la tela desnuda, se llenan de sueños vegetales y deseos filamentosos. Cuando Rafael y Michelangelo ya han pintado todo lo que tenían que pintar, la ambición renacentista se deshincha. Y entonces brotan los colores venecianos, las vírgenes españolas, las túnicas de El Greco. Los artistas pierden la inocencia y se libran a un frenesí creador, como si tanta flor y tapiz pudiera ahogar el íntimo desencanto. Los dioses se van muriendo de viejos pero los nietos, esos niños de ojos morados, juegan con sus preciosas mortajas.


JOAN PAU INAREJOS, octubre 2004

foto: 'La virgen', de Gustav KLIMT

Las imágenes decapitadas



















"La imagen polisémica escandaliza a las mentes puristas como una mujer abierta de piernas"

El mérito primitivo de la religión es estimular la imaginación, avivar el pensamiento figurativo. El relato mítico convierte el caos de pulsiones abstractas en un paisaje exterior. Carencia y deseo, impulso sexual, hambre y sed, se ordenan en un sistema de imágenes. La religión estetiza los conflictos interiores. Con el figurativismo, la psicología se proyecta en el cosmos en un movimiento de liberación o ‘descarga’ que corresponde a la creatividad y la producción. Gracias al mito y al objeto artístico nos hacemos ‘espectadores’ de nuestros miedos y anhelos. Podemos objetivarlos, adorarlos o reírnos de ellos.


Cuando la humanidad toma conciencia de estos mecanismos empieza a recelar de la imaginería. La crítica a la religión ‘fabuladora’ se inicia en el protestantismo y culmina en la Ilustración y la filosofía de la sospecha. Los protestantes creen que la imagen es una mera ‘intermediaria’ entre el hombre y la verdad, y que como tal debe ser suprimida: principio de economía.

Lo que olvidan los iconoclastas es que la imagen es mucho más que mensajera. Captura el mundo con más eficacia que el concepto, porque además de ‘significar’ tiene una materialidad propia. No la podemos reducir a una única interpretación. Ulises no es sólo la nostalgia. Es Ulises. Pero la imagen polisémica escandaliza a las mentes puristas como una mujer abierta de piernas. Los escandalizados ganan terreno y la psicología absorbe de nuevo el cosmos mitológico. Afrodita vuelve a ser libido. El titán vuelve a ser instinto. El individuo retoma el yugo de la responsabilidad moral y la consecuencia, dice Freud, es el conflicto neurótico. El grito de Munch.

El afán fabulador sigue vivo en lo más hondo, pero tiene un enemigo poderoso: la conciencia crítica, la sospecha, los cordura positivista. La modernidad, desde el ascetismo de Calvino hasta la abstracción de Mondrian, es una epopeya triste. Nos enseña la trastienda de la religión y merma todo su hechizo: 'era esto’. El intelectualismo es el fruto infeliz de la modernidad escéptica. Podemos decir que nos ‘libera’ en el sentido que nos hace conscientes de nuestras propias trapacerías y autoengaños. Pero no nos cura de los conflictos interiores como sí lo hacen las ficciones religiosas. ‘Tienes razón pero no me sanas’, dice el alma enferma.


JOAN PAU INAREJOS, septiembre 2004
foto: 'Destrucción de Babilonia' en un Beato medieval


La humildad empirista

























Ellos (los europeos) hablan del mundo como si lo tuvieran a sus pies; en cambio nosotros (en las islas británicas) vivimos entre agua y niebla y sabemos que no hay verdad sino destellos

El empirista recela de la lógica pura y de los razonamientos formales. Ya los nominalistas se mostraban hastiados ante el diálogo de besugos de los escolásticos. ‘Si A, entonces B. A. Luego, B’. Los silogismos llegaban a justificar verdades teológicas mediante concatenaciones de laboratorio. Así fue con Tomás de Aquino y también, de modo más refinado, con Descartes.

Santo Tomás tiene enfrente a los nominalistas ingleses. Guillermo de Ockam critica el matrimonio escolástico de fe y razón. Según él, hay que separar las verdades físicas de las verdades divinas. Las primeras son observables y la razón las puede comprender. ¿Y las segundas? Son competencia exclusiva de la creencia, de la confianza. Hablar de ellas es palabrería, verborrea. Son irracionales e incluso pueden llegar a contradecir la razón. En el misticismo, por ejemplo, se experimenta la unidad de los contrarios y la sabiduría inefable.

Curiosa vuelta de tuerca. Mediante sus métodos escépticos y antiteológicos, los nominalistas devuelven un lugar de honor a la experiencia religiosa subjetiva. Guillermo de Ockam rompe con Santo Tomás y vuelve a San Agustín, a la fe emancipada de la filosofía. Los alumnos rebeldes de la escolástica preparan, sin quererlo, la pólvora romántica del Renacimiento.

En el siglo XVII el racionalismo metafísico se reencarna en René Descartes. El filósofo francés da un carpetazo al platonismo lírico renacentista y vuelve a sistematizar las ideas de Dios, el alma y el cosmos. No son ideas locas, intuciones místicas, sino productos nítidos del raciocinio. ‘Pienso, luego existo. Como pienso, pienso en la idea de Dios: mi creador. Como ser supremo bondadoso, Dios crea el mundo físico y es mi garantía de verdad. Él me gradúa como científico’.

Los ingleses vuelven a la carga contra la teología continental. Berkeley y Hume de un modo especial se rebelan contra la soberbia de Descartes, Leibniz y Spinoza. Ellos (los europeos) son filósofos de la ‘objetividad’, hablan del mundo como si lo tuvieran a sus pies o como si lo leyeran en el Libro de la Vida. En cambio nosotros (en las islas británicas) vivimos entre agua y niebla y sabemos que no hay verdad sino verdades, destellos de subjetividad, percepciones particulares.

Bien es verdad que los empiristas legitiman y promueven la revolución científica: Bacon, Galileo, Newton y tantos otros siguen sus pasos. Defienden la dignidad de los sentidos, de la observación directa, la filosofía ‘al aire libre’.

Pero quien consagra la ciencia como nueva religión y cuerpo de dogmas es un francés, Auguste Comte. El padre del positivismo interpreta la historia de la ciencia como una epopeya que nos saca del caos de las sensaciones para conducirnos al paraíso de los hechos objetivos, como quien, con un puñado de musgo y madera, fabricase un belén y lo congelara como retablo definitivo.

Aunque parezca lo contrario, Comte tiene más genes de Tomás y Descartes que de los empiristas ingleses. Su cielo es el del absolutismo: el enorme sol de la Francia monárquica. La razón como centro ordenador. A Comte le faltan todas las virtudes del científico inglés: frescura, humildad, ironía, escepticismo. El positivismo es arrogancia sin límites, una enésima versión de la filosofía de la objetividad.

En el fondo, Comte no es un científico, sino un teólogo. Suerte que donde hay niebla siempre asoman la duda, la libertad y la posibilidad.


JOAN PAU INAREJOS, septiembre 2004
foto: 'El Astrónomo' de Jan VERMEER


Crear y conservar: ¿dos morales?

 JOAN PAU INAREJOS
Sin la energía creadora, los traqueteos de la moral cerrada oxidarían la sociedad
El instinto social más poderoso es la conservación. Por eso, dice Bergson, hay una ‘moral cerrada’ totalmente imprescindible, que nos dota de la infraestructura de igualdad y justicia que necesitamos. El código penal, la corrección política, el reparto de los bienes, el contrato social, el respeto mutuo: nuestra red de protección. Sin embargo, hay un instinto más raro que, cuando se abre paso consigue arrastrar a la humanidad tras de sí. Es el instinto creativo o, dicho en el lenguaje de Bergson, la ‘moral abierta’. 
Más allá de la necesidad y la estrechez, más allá del estado de carestía de la moral cerrada, los creadores morales rompen las tablas antiguas y se convierten en revolucionarios culturales. ¿Quiénes son estos creadores morales? Depende de a quién se lo preguntemos. Para Kierkegaard, el ejemplo más sublime es Abraham. El ‘padre de la fe’ estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac a sabiendas de que significaba la ruptura frontal con la ética. Abraham ‘pasó a la otra orilla’: abandonó la seguridad del estadio ético para adentrarse en la incertidumbre del estado religioso. 

Y si Abraham ‘crea’ el valor de la fe en los mundos politeístas, Jesucristo, dice Bergson, desborda la antigua moral del judaísmo. ‘Habéis oído que se dijo: ojo por ojo, diente por diente. Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos’. Esta frase de Jesús recoge la novedad celular del cristianismo, una moral abierta del amor y el perdón que supera el sentido judío de la justicia. El cristiano es libre porque está dispuesto a morir en el circo. La ‘obra de arte’, el Reino de los Cielos, está por encima de la propia conservación. 
En el lenguaje de Nietzsche, la moral cerrada es la de los esclavos, mientras que la moral abierta pertenece al ‘señor’ o superhombre. Este héroe solitario es la versión pagana del ‘santo’ de Kierkegaard, Scheler y Bergson si lo contemplamos como artista de los valores. El superhombre desprecia la moral de grupo, odia el gregarismo cristiano, y frente a los peajes de la caridad y la fraternidad enarbola la libertad del espíritu. Su moral es abierta porque no está al servicio de la comunidad sino de la fuerza interior. 

Pero los fuegos artificiales necesitan ser vistos, y el superhombre no es sólo una explosión de personalidad. Cuando Zaratustra dice ‘no mi sigáis’, ya se ha convertido en un faro para la comunidad. Todo aquel que construya sentido, sobre todo en épocas de crisis, ya sea héroe, santo, profeta o superhombre, concita la atención de los demás. No deja indiferente. Dice Saint-Exupéry que ‘el mundo entero se aparta ante un hombre que sabe adónde va’. 
Sin la energía creadora, los traqueteos de la moral cerrada oxidarían la sociedad. La supervivencia es prioridad absoluta, pero el ser humano parece soñar siempre con el riesgo. Quizá piensa, como Hölderlin, que ‘donde hay peligro florece la salvación’.

JOAN PAU INAREJOS, agosto 2004
foto: Dios de Michelangelo en la Capilla Sixtina

Los valores aguafiestas


Querido lector:

Déjame comenzar con una frase dura. Nuestro dramático sentido de la libertad, nuestro ‘superávit pulsional’, que diría Arnold Gehlen, apenas deja lugar a los valores.

¿Qué son los valores? Son actitudes en firme, verdades interiores, pequeños tesoros del ser infinitamente preciosos en el mar del escepticismo global. Pregúntate: ¿cuáles son mis valores?, y enseguida tu voz interior balbuceará, gemirá vaguedades y generalidades.


También quien escribe siente todo esto. También quien escribe tiene miedo a los principios, porque son cosas indefinibles que queman en las manos. ¿En qué creo? ¿Qué defiendo? ¿Cómo dar nombre a lo esencial? Planea sigilosa la amenaza de la letra escarlata: la efe del fundamentalismo.


Y es que a nuestra silueta nerviosa no le gustan las fotos. En efecto, somos lo que decidimos, somos acción, relación con los demás, actitud ante la vida. ¿Qué pintan aquí los valores? Son entelequias afectivas, objetos pesados y caros de una tienda de antigüedades. Si me defino empieza mi decadencia.


Entre tú y yo: quizá deberíamos reconocer que eso que llamamos valores son ovnis en nuestras latitudes. Son noúmenos, ‘realidades en si’ divorciadas con lo humano. Nuestro ecosistema es el de la compañía, el cuidado, el suave juego de las máscaras, el trabajo, la seducción, la dedicación, el aprendizaje, el entretenimiento: mundos alegres que juegan lejos del viejo Platón.

Entonces, ¿por qué aún hablamos de ‘amor, de ‘familia’, de ‘amistad’? La lupa sincera dice: el amor es voluble, el sentido de la familia es intermitente. ¿Quiénes son los amigos? ¿Por qué estas atrevidas hipótesis? ¿Por qué un arco iris de distintas fidelidades y gratificaciones recibe el mismo nombre rimbombante?

Siento inquietarte con preguntas tan graves. Pero quiero precisar que, si bien somos torpes para sentir la identidad, estamos abocados a actuar, ante los demás y ante nosotros mismos 'como si la tuviéramos'. Llámalo drama, hipocresía. Tensión existencial. Fuente de la neurosis. O definitivamente, dale la vuelta. Veamos, tú eres padre, ¿verdad?

-Sí, tengo una niña.

Eres una persona como cualquier otra. Dudas, titubeas, tienes la misma constitución gelatinosa que cualquiera. Sin embargo, delante de los hijos debes blandir entereza, seguridad, resolución. No es ningún engaño, no es un drama. Disimular el alma líquida es tu forma de querer a la pequeñuela.


De los valores podemos decir lo mismo que San Agustín sobre el tiempo: ‘sólo sé lo que es cuando no me lo preguntan'. No son simples ideales, porque dejan huellas físicas, modelan grupos, familias, relaciones. Accionan la materia dormida, dibujan caminos en la niebla, y en cambio no sabríamos decir nada sobre ellos.


Demasiada verborra, ¿verdad?

-Confieso que sí.

Si quieres siéntate en el sofá y entristécete por no sentir en el corazón la llama del valor. Paladea bien la melancolía.

-Lo siento, tengo que ir a bañar a la niña.


JOAN PAU INAREJOS, agosto 2004
foto: Mr Incredible (Disney)

Cara y cruz del excéntrico














Si mis ansias ya no están puestas en lo mundano, si lo he objetivado al máximo, siento una triste indiferencia


Según Helmut Plessner, la posición del ser humano respecto a si mismo y a su entorno es una posición 'excéntrica'. El ser humano no vive desde un centro instintivo sino que contempla las cosas desde la periferia: desde su yo. Mi posición ex-céntrica (periférica) respecto al mundo me permite objetivar los dolores y temores: están ahí, 'no son yo'. La ex-centricidad es la base de todo pensamiento trascendente, de toda orientación 'abierta' del ánimo. Permite un sano desapego de lo mundano y un libre ensimismamiento. Cuando el mundo es hostil puedo salir de él.


Pero el reverso de la libertad interior, del anclaje en la trascendencia, es la falta de compromiso con el mundo. Si mis ansias ya no están puestas en lo mundano, si lo he objetivado al máximo, siento una triste indiferencia por las cosas terrenales, de pronto empapadas de irrealidad, como neblina incierta. Me vuelvo torpe para el trabajo y la justicia, para el esfuerzo y el progreso. Todas las virtudes ilustradas y humanistas suenan distantes a mis oídos excéntricos, mientras me voy alejando del centro como un navío libre y triste...

JOAN PAU INAREJOS, julio 2004
foto: Edward HOPPER: 'The long leg'

¿Te gusta conducir?















Hemos olvidado los fines en la nebulosa del escepticismo para abrazar con fervor el corpus ritualístico de la cultura

Ninguna de las acciones del obrero es la 'acción clave' para construir el edificio, sino que cada una de ellas toma sentido en la cadena de construcción. Ningún ladrillo es necesario, pero "cada ladrillo es un hecho de trabajo objetivamente disciplinado", dice Arnold Gehlen.

El andamiaje cultural necesita una disciplina de actuación, una forma programada de responder a los deseos sociales y personales. Cuando esto se acentúa nos encontramos con un verdadero 'culto a la forma', al medio, a los raíles, a los ladrillos. Es lo que en el mundo periodístico se llama 'mediacentrismo': la red informativa atrae el interés sobre sí misma, 'el medio es el mensaje'. Vivimos el auge del formalismo. Curioso proceso: hemos olvidado los fines y contenidos en la nebulosa del escepticismo para abrazar con fervor el corpus ritualístico de la cultura.

Las conductas se han secularizado, porque ya no creemos en dioses metafísicos e ideológicos pero los seguimos adorando con más devoción que nunca. Las carreteras, los hilos, los píxels, en definitiva la 'textura' visible de la cultura es hoy la estética más aclamada. No importa donde vayas. La pregunta es: ¿te gusta conducir?

JOAN PAU INAREJOS, julio 2004












El enigma Nietzsche





















Nietzsche denuncia al cristianismo por su deriva banal y socialista, y al mismo tiempo por su gravedad platónica


Nietzsche no se hace entender. Por una parte, parece que defienda al ‘hombre’ (al gran hombre, por supuesto, al ‘superhombre’) frente al gregarismo cristiano, marxista y democrático, frente a la 'masa mediocre'. El superhombre no es un ser hecho a la medida de la audiencia (el electorado, el mercado, el panóptico social) sino una obra de arte curtida en el dolor y la interioridad, cuya belleza racial emerge de la madurez. Es todo lo contrario del hombre superficial, ‘vuelto afuera’, pendiente de la aprobación y esclavo de los afectos. Este hombre no se desvive por el consenso y el mayoritarismo, porque su verdad filosófica es profunda e innegociable. Este hombre tiene la cultura de la interioridad por la que claman Heidegger, Gadamer, Scheler y todos los ‘viejos europeos’.


Pero al mismo tiempo está el Nietzsche filólogo, deconstructor y enemigo acérrimo del ‘sujeto’ en tanto que recalcitrante mito burgués. Para el filósofo alemán la verdad no es más que una ‘metáfora sedimentada’, una obra de arte absolutizada. Lo que era juego versátil en la joven Grecia se ha convertido en dogma inamovible. Contra la mentira platónica va la sentencia: ‘no hay verdad sino lenguaje'.


Véase la paradoja: el Nietzsche humanista reprocha al cristianismo socialista ser demasiado banal, gallináceo, carecer de fe y arrojo, ser tristemente “superficial”. En cambio, el Nietzsche filólogo carga las tintas contra el cristianismo platónico por la razón contraria: su ridícula “profundidad”, la grave creencia en el ser y en la verdad. El superhombre parece un titán de la naturaleza, una superrealidad, pero, ¡ay! Nietzsche nos confunde diciendo que ‘nada es’, que ‘todo fluye’, al más puro estilo de Heráclito. En el mundo y en el hombre no hay alma ni personalidad, sino el crepitar constante de muchos fuegos: ‘el mundo es un monstruo de muchas cabezas'.

¿Qué reivindica pues 'el filósofo del martillo'? ¿La liberación del hombre o bien la disolución del sujeto y el olvido de todo humanismo? ¿Es un romántico tremendo o un siniestro intelectual?


JOAN PAU INAREJOS, julio 2004

foto: 'Nietzsche', de Edvard MUNCH

12 agosto 2005

Dios insectimorfo















Todos los niños de Occidente preguntan a sus madres: ¿Cómo me hicieron a mí? Nadie lo sabe, pero creemos que igual lo sabe Dios y entonces podrá explicárnoslo. Del mismo modo, cuando algún perturbado afirma ser dios, siempre nos burlamos de él haciéndole preguntas técnicas, como por ejemplo: ¿Cómo hiciste el mundo en seis días?, o bien, si eres Dios, ¿Por qué no puedes convertir este plato en un conejo? Nuestra actitud es ésta porque en nuestra imagen popular de Dios, Él es el tecnócrata supremo. Sabe todas las respuestas. Lo comprende todo hasta en sus más mínimos detalles y es capaz de explicarnos cualquier cosa.

La idea hinduista de la omnipotencia divina es bien distinta. Las imágenes de sus dioses suelen tener muchos brazos. El dios Shiva a menudo aparece con diez brazos, o el Avalokiteshvara con mil. Su imagen de lo divino es la de una especie de ciempiés. Un ciempiés puede mover cien patas sin tener que pensárselo, y Shiva puede mover diez brazos con destreza sin pensar en ello. Al ciempiés que se lo ocurrió pensar en cómo mover las cien patas, se quedó hecho un lío. Es decir, los hinduistas no piensan en Dios como un técnico especialista con un conocimiento verbal o matemático sobre la creación del mundo


Alan Watts, Mito y religión, 90
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Vale, tenéis razón

Freud y Havelock Ellis, entre otros, cometieron un error. Afirmaron que la iglesia, y la religión en general, sólo era una manera de sublimar el sexo. Los psicólogos afirmaron: “La iglesia ha reprimido el sexo, pero si analizamos su simbolismo, veremos que en el fondo es una potente expresión de sexualidad. Todo se reduce a la libido como realidad fundamental”. La iglesia, a su vez, respondió a los ataques: “Esto no tiene nada que ver. Reducir la iglesia a una manifestación de la represión sexual sólo es una manera de atacar lo sagrado. Y al contrario, afirmamos que aquellas personas fascinadas por el sexo y que se dedican a adorarlo están reprimiendo la religión”.

El problema de este debate fue que todos perdieron los papeles. La iglesia hubiera debido responder a Freud diciéndole: “Muchísimas gracias. Es cierto, nuestro simbolismo es sexual. Las torres del campanario de las iglesias, los ventanales vesiculares y los escudos heráldicos sobre los que colocamos las imágenes del crucifijo o de la Virgen María son abiertamente sexuales. Sin embargo, la forma sexual revela los misterios del universo. El sexo no es mero sexo. Es algo sagrado, y una de las revelaciones más maravillosas de lo divino”.


Alan Watts, Mito y religión, 116 / foto: Sagrada Família, Barcelona
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10 agosto 2005

Unos y ceros


Buscamos esa clase de experiencias que denominamos positivas: el bien, la luz, lo vivo. Y deseamos evitar las negativas: el mal, la oscuridad y lo muerto. Por desgracia estamos dotados de un sistema nervioso donde las neuronas se disparan con intermitencias. Todo aquello de lo que somos conscientes se origina a partir de una disposición extremadamente complicada del sí y del no. Podemos grabar la televisión en color en una cinta, y reducir el problema a una cuestión de sí o no.

Y esa, tal como comprobarán, es la filosofía del libro chino de los cambios, el I Ching, que representa todas las situaciones de la vida en términos de combinaciones de yang, o el principio positivo, y yin, el negativo. Es interesante hacer notar que el filósofo Leibniz leyó la traducción latina del I Ching y a partir de ella inventó la aritmética binaria según la cual todos los números pueden representarse con el cero y el uno, que es el sistema numérico que utiliza el ordenador digital y que subyace a toda nuestra ingenuidad electrónica.



Alan WATTS, Mito y religión, 19

06 agosto 2005

Nacido sobre la ruinas


















El sacrificio de Abraham, considerado desde el estadio ético, es el acto de un hombre, criminal o loco, que estuvo a punto de matar a su hijo. Es verdad que, ante Dios, Abraham fue el ‘caballero de la fe’ y no un criminal ni un loco, porque Dios ha suspendido para él, teológicamente, la vigencia de la moral. Sí, pero eso sólo lo saben, sólo pueden saberlo, Dios y Abraham. Nadie más que éste ha oído el mandato, nadie más ha escuchado esa voz. La actitud moral y la actitud religiosa no pueden darse juntas porque se excluyen mutuamente. Nicolai Hartmann es quizá el filósofo moderno que más ha subrayado esa pretendida e inconciliable ‘doble verdad’ de la ética y la religión. En efecto, para él aquello que Heráclito llamaba la ‘guerra’ y que era el ‘padre y rey’ de todas las cosas, es característico de la realidad ética. El conflicto, la disarmonía, la antinomia insuperable, constituyen un valor moral fundamental.

Las antinomias más graves entre ética y religión son las que conciernen al problema de la libertad. “La redención”, escribe Hartmann, “es abandono de la libertad”. La ética no puede admitir ninguna redención. El hombre tiene que ‘salvarse’, tiene que justificarse, en el plano de la moral, por sí mismo. “La nostalgia de la redención es un signo de bancarrota interior. La religión edifica su obra de redención precisamente sobre esta bancarrota. Hartmann no niega la licitud de albergarse en el templo de Dios, pero entiende que este templo religioso se levanta sobre las ruinas del templo laico del deber moral.

José Luis López ARANGUREN, Ética, 142 / foto: Rogier VAN DER WEYDEN, 'Adoración de los magos', 1455